miércoles, 7 de diciembre de 2011

ME ESTÁS ENSEÑANDO CÓMO VIVIR

Mi amiga Ana me envía este fantástico vídeo en el que se nos recuerda lo importante que es nuestro ejemplo para nuestros hijos.  Seamos conscientes de ello o no, con nuestra vida les estamos enseñando a ellos cómo vivir.

Feliz puente.

sábado, 26 de noviembre de 2011

REGRESIONES

Recibo muchas consultas sobre el tema de las regresiones.  Hacerse pipí de nuevo cuando se llevaba un buen tiempo controlando esfínteres, pedir biberón cuando hace años que lo dejó, gatear cuando ya hace meses que andaba, pedir que le vistan o le den de comer cuando es más que autónomo, hablar con lengua de trapo cuando siempre ha hablado bien clarito, jugar un día sí y otro también a ser un bebé...  Hay un sinfín de situaciones que pueden darse y ser consideradas como una regresión y en la mayoría de los casos los padres se muestran desorientados e irritados.

Para poder manejar con éxito las regresiones y que éstas constituyan un episodio lo más llevadero y fugaz posible, es necesario entender por qué se producen.  El camino a la madurez viene siendo como una carretera que hay que pavimentar.  Hay que poner arena, grava, alquitrán...  El desarrollo de nuestros hijos en estos primeros años de vida es tan vertiginoso que a menudo en el pavimento quedan agujeros, vacíos.  Estos agujeros, si no se rellenan, seguirán estando a medida que los niños crecen y antes o después, darán problemas.  Hay que pensar que, igual que un agujero en la carretera puede provocar accidentes y que el tiempo no lo hace desaparecer sino que con el desgaste del tránsito cada vez será más grande y peligroso, sucede igual con aquellas lagunas que sus hijos se han dejado en su rápido crecimiento.  Las regresiones vienen siendo, entonces, la manera en la que nuestros hijos rellenan los huecos que han quedado en ese hacerse mayores.  Todos conocemos adultos que, de pronto, tienen conductas totalmente infantiles e inmaduras.  Algo hay por ahí que no se vivió plenamente en su momento y por eso aparece ahora.  Sin duda es preferible que un niño de 4 años se comporte unos días como un bebé a que lo haga un adulto de 40.

¿Cómo actuar ante las regresiones?  Primero, permitidme que diga lo que, en mi opinión, NO se debe hacer:

NO ridiculizar al niño.  Nosotros nos damos cuenta de que es "un paso atrás" pero él no.  Él simplemente expresa algo que necesita; no sabe por qué lo necesita ni es consciente de haber superado una etapa, sencillamente siente la necesidad de hacer algo.  Expresiones del tipo "¡con lo mayor que eres y vas a tomar biberón!", "¡estás hablando como un bebé, te voy a poner un pañal para que seas un bebé de verdad!" etc., lejos de ayudar, le hacen sentir mal y puede acentuar o cronificar el episodio.

NO hacerle sentir añoranza de lo maravilloso que era ser un bebé.  Algunos padres aprovechan para expresar lo felices que eran cuando era un bebé y lo tenían todo el día en brazos y le daban biberón y le cambiaban el pañal...; también hablan con él en un lenguaje infantilizado o les cuesta aceptar que su hijo está creciendo.  Esto puede hacerle extrañar un paraíso perdido e instalarse en una suerte de síndrome de Peter Pan en el que no le sea fácil madurar y hacerse mayor.



Expongo a continuación algunas ideas para manejar las regresiones de una manera positiva:

Entender por qué ocurren.  Como hemos explicado antes, hacernos conscientes de que, lejos de estar "haciendo el tonto", nuestros hijos están pavimentando bien su madurez y están utilizando estrategias, de manera espontánea, que les permitan crecer sin lagunas.

Desdramatizar. No es el fin del mundo que vuelva a tomar biberón por unos días.

Mostrar naturalidad.  Ni echarnos las manos a la cabeza ni tratarlo como a un bebé de verdad.  Actuar con la misma naturalidad con la que lo haríamos si eso ocurriera en una etapa anterior de su vida; hacer "la vista gorda".  Cuanto más benevolente seamos con la regresión, antes desaparecerá.

Si la regresión dura muchos días, hablar con él.  Tal vez si expresa que necesita ser un bebé de nuevo, le ayudemos a superar el episodio.  "Veo que llevas muchos días jugando a que eres un bebé... ¿es que te gustaría ser un bebé?"  "¿Qué cosas te gustan de los bebés?"  Y dejarlo hablar sin censurarlo ni apresurarnos a decir las ventajas que tiene ser mayor.  Sólo necesita desahogarse y sentirse comprendido; él en realidad desea crecer y hacerse mayor pero hay momentos en los que precisa experimentar que mamá y papá le quieren exactamente igual que cuando era bebé.

Dedicarle más tiempo, jugar más con él.  Muchas veces, el extra de atención y cariño hacen que supere el episodio rápidamente.

Cuando "regrese al futuro", es decir, cuando cese la conducta regresiva, hacerle ver lo mayor que es, con efusividad pero sin pasarse para que no se sienta inhibido si en otro momento necesita hacer otra regresión: "¡uy, mi niño... que estos días atrás querías biberón y ahora quieres taza de mayor otra vez!  Muy bien, aquí está tu taza".  En caso de duda, es preferible no decir nada y volver a aceptar la nueva situación con naturalidad.

Con sutileza, hablar de las ventajas de ser mayor.  Esto ya no tiene que ver directamente con la regresión, sino con ayudarle a entender que crecer significa dejar atrás unas cosas para conquistar otras, lo que asusta y atrae al mismo tiempo, pero que forma parte de la vida.  Ello será, sin duda, una valiosa ayuda para madurar.

Por último, sólo señalar que cuando un episodio regresivo se cronifica o empeora cada vez más, es posible que sea síntoma de algún desajuste y que, en ese caso, haya que pedir ayuda especializada.  Pero eso será sólo en algunos casos muy remotos.  Para los demás, espero haber ofrecido pistas para el abordaje satisfactorio de las regresiones.

lunes, 24 de octubre de 2011

IDEAS PARA AYUDAR A CRECER FELICES: FOMENTANDO EL APEGO

Tal y como comentábamos en la entrada anterior, vamos hoy a tratar de exponer ideas que puedan fomentar y fortalecer un apego seguro en nuestros hijos. Recordando lo dicho la vez pasada, el apego es ese lazo afectivo que conecta al hijo con la madre o cuidador primario y que se establece a partir de las respuestas que da la madre a las necesidades tanto físicas como emocionales del bebé. Este apego, cuando se ha establecido de forma segura, es el cimiento de su persona: su equilibrio emocional, su capacidad para relacionarse con los demás y su desarrollo cognitivo se sostendrán sobre esta relación inicial entre él y su mamá.

Ideas para fomentar un apego seguro con el bebé:

  • Establece todo el contacto físico que sea posible: el sentido del tacto es un potente regulador del estrés y transmite afecto y seguridad. Recuerda, el bebé necesita sentirse seguro para crecer feliz y la mejor manera de transmitir seguridad es a través del contacto físico. Puede ser tenerlo en brazos, sentado en tu regazo, darle un masaje, jugar a revolcarse, hacerle cosquillas (siempre que le agrade) etc.
  • Responde a las necesidades del bebé, tanto físicas como emocionales, de manera sensible y rápida. Si tiene hambre, aliméntalo; si está cansado, duérmelo; si necesita consuelo, confórtalo. Al contrario de lo que se suele creer, un bebé / niño “aprende” a esperar cuando desde el principio ha visto sus necesidades cubiertas; eso le hace tener la confianza en que antes o después llegará la respuesta a su necesidad y por lo tanto, “aprenderá” a tolerar la espera.
  • Permanece disponible para él todo el tiempo que puedas (nota para evitar malas interpretaciones: no dice “todo el tiempo que tengas” sino “todo el tiempo que puedas”): el apego es una relación de afecto y confianza por lo tanto, cuanto más tiempo invirtamos en esa relación, más afecto transmitamos y más motivos demos para la confianza, mejor será el apego. Los niños, en esta primera infancia, necesitan mucha atención; nos guste o no, es así. Estar con ellos, disponibles física y emocionalmente, es fundamental para fomentar un apego seguro.
  • Haz cosas que le gusten: el disfrute compartido es un seguro para la creación de un vínculo estable. Para empezar, tírate al suelo con él. El suelo es el espacio natural de los niños en esta etapa de 0 a 3 años (cuanto más estén en el suelo, mejor podrán estar sentados en la silla cuando sean más grandes). Jugar juntos, ir al parque, leer cuentos, hacer aserrín-aserrán o cucú-tras, son algunas propuestas.
  • Interactúa con tu bebé tanto como puedas: el hecho de que no pueda comunicarse verbalmente no significa que no necesite comunicación. Háblale, léele cuentos aún cuando no los entienda, cántale canciones, hazle “éste fue a por leña...”, jugad frente al espejo etc. Aplaude todo intento de respuesta de tu bebé, es el primer paso para la comunicación verbal.
  • Sintoniza con las emociones de tu bebé: cuando tu bebé esté enfadado, molesto, frustrado... ¡no le juzgues! Limítate a empatizar con su emoción. Aunque parezca que no entiendan, se produce una conexión entre su cerebro emocional y el tuyo y el hecho de sentirse en sintonía le ayudará a recuperar el bienestar. "Veo que estás muy enfadado.  Algo ha debido de pasar para que te sientas así".  Busca en tu experiencia alguna situación que te haya hecho sentir rabia, frustración, enojo... y será más fácil comprenderle.
  • Sé filtro regulador de tu bebé (esta expresión fabulosa, la tomo prestada, de nuevo, de José Luis): es decir, frente a su desbordamiento emocional, dale estabilidad y contención. Los abrazos son maravillosos, porque ponen límites a su malestar y le ayudan a recuperar su equilibrio emocional. A veces, frente a las rabietas de nuestros hijos, los padres respondemos con otra rabieta. Mantengamos el autocontrol, recordemos que los adultos somos nosotros y pensemos que cuanta más serenidad mostremos, mejor ayudaremos a nuestro hijo y antes acabará el episodio.
  • Pon palabras a lo que siente y vive: el bebé no sabe discriminar sus emociones ni interpretar lo que sucede tanto dentro como fuera de sí mismo. Se siente mal y llora. Ofrécele tú las palabras que organicen su malestar: “¡uyyy!, se te ha caído la torre que llevabas haciendo tanto rato y eso te frustra mucho... Yo también me siento mal cuando no salen las cosas como yo quiero... Vamos a ver cómo podemos solucionarlo”. Puede resultar un tanto rimbombante para un bebé de un año, pero la mejor manera de alimentar su inteligencia emocional es atribuir a cada emoción el término preciso que la describe.
  • Y por último y como conclusión, cuando tu bebé reclame atención, préstasela. Tal vez necesite sólo una mirada o unas palabras tranquilizadoras para saber que estás ahí y así sentirse seguro. Si realmente necesita atención y no se la brindas, la acabará reclamando de otra manera quizá más inadecuada o molesta.

    Todo lo dicho anteriormente, vale también para niños más grandes, adaptándolo, lógicamente, a su edad, madurez e intereses (los juegos de un bebé no son los de un niño de 5 años). Además, para aquellos niños que puedan tener apegos poco seguros (niños con dificultad para aceptar los límites, pobre autocontrol, inseguros, retraídos, desafiantes etc.), recomendaría varias cosas de cara a fortalecer el apego:

  • Jugar a “dejarse caer”: es un juego al que todos hemos jugado alguna vez. Se trata de colocarse detrás del niño, muy cerca de él, y pedirle que se deje caer como si fuera una tabla, asegurándole que le recogeremos. Y, evidentemente, cuando se deje caer, recogerlo. A medida que va ganando confianza, alejarse del niño (avisándole previamente) para que el recorrido sea mayor. Dos o tres minutos al día de este juego tienen resultados asombrosos.
  • Dormir con él: sé que suena, cuando poco, heterodoxo pero las investigaciones muestran que cuando dormimos con alguien liberamos una sustancia en nuestro cerebro que produce apego. De hecho, para niños con problemas de conducta o con algún tipo de carencias, se prescribe como indicación terapéutica. ¡Ojo!: hay personas a quienes esto les desagrada y tampoco hemos de hacer aquello que nos produce rechazo. No hay por qué meterse al niño a la cama o quedarnos en la suya toda la noche si no nos sentimos cómodos haciéndolo, pero siempre se pueden compartir otros momentos de sueño como las siestas, que tal vez sean más aceptables para algunas familias.
  • Ver con él fotos de cuando era pequeño y hablar de esa etapa: también sirve sacar juguetes o ropa de cuando era bebé y expresar las emociones que nos evocan esos recuerdos.
  • Dejarle notitas con mensajes positivos o con dibujos de caras sonrientes o corazones para que las vea al despertar: el dormirse pensando que mamá o papá se tomarán tiempo para hacerle una nota en que le digan cuánto le quieren tiene efectos altamente beneficiosos en su seguridad personal.
  • Hacerle una “pulsera del cariño” (puede ser con hilo, con un lazo, con cintas de colores...): con mucha solemnidad y en un tono de complicidad le decimos que es una pulsera especial que guarda todo el cariño de mamá y que tiene el poder de hacer que se sienta bien. Así, cuando se sienta solo, triste, enfadado... y mamá no esté para ayudarle, puede mirar la pulsera y acordarse de cuánto le quiere mamá y cuánto desea darle un abrazo.

Esto son sólo algunas ideas. Recordemos que el apego es una relación de afecto y confianza y que lo más importante es dedicar tiempo a cultivar esa relación. Si cuando los hijos son pequeños nos tomamos el tiempo para hacerlo, cuando vayan siendo mayores se convertirán en personas equilibradas, colaboradoras, con autocontrol, con una buena autoestima, con competencia social y cognitiva y, sobre todo, capaces de ser felices.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

BEBÉS FELICES, HIJOS FELICES: ¿QUÉ PODEMOS HACER LOS PADRES? EL APEGO.

De regreso de las vacaciones de verano y tras la “vuelta al cole”, retomamos la actividad bloggera hablando de un tema que he nombrado muchas veces pero sobre el que nunca me he detenido a escribir explícitamente. La cuestión de la que nos ocuparemos hoy es el apego, que si bien es algo que nos acompaña durante toda la vida, se establece en los primeros años de vida y condiciona todo el desarrollo posterior de nuestra personalidad y de nuestras capacidades. Es como el cimiento de la casa: cuanto más sólido sea, más resistente y mejor será la construcción que podamos colocar encima. Vaya pues esta entrada dedicada a todas aquellas personas que tienen bebés y me han pedido que escriba sobre ellos, en especial Mónica, Azucena, Paloma... y todos los papás de las escuelas infantiles.

Todos los padres deseamos que nuestros hijos sean felices. Probablemente, profundizando en la cuestión, nos encontremos con que por “felices” entendemos niños (y adultos) que sean emocionalmente equilibrados, que estén socialmente adaptados y que tengan un buen desarrollo cognitivo e intelectual.  Pues bien, recientes estudios demuestran que el apego seguro en la infancia lleva a un mayor número de resultados óptimos del desarrollo y es un factor de protección frente a la angustia, el estrés, la ansiedad y la enfermedad no sólo en la edad bebé sino hasta la adultez; hoy por hoy nadie discute que el apego influye en los pensamientos, sentimientos, motivaciones y relaciones interpersonales durante toda la vida. Una investigación de la Universidad de Durham en Carolina del Norte, Estados Unidos, ha encontrado relaciones entre los niveles de afecto materno a los 8 meses con el nivel de angustia a los 34 años. A mayor afecto materno a los 8 meses, menor nivel de angustia a los 34 años. Por otro lado, un estudio llevado a cabo en la UNED pone de manifiesto la relación entre el apego y la respuesta emocional, cognitiva y emocional de los niños (para más información podéis consultar el magnífico blog de José Luis Gonzalo Marrodán).


¿Qué es el apego?

El apego es el lazo afectivo que une al hijo con la madre. Cuando un bebé nace, desconoce absolutamente todo lo que ocurre, tanto a su alrededor como dentro de sí mismo. La madre (o figura sustituta) es quien le va ayudando a interpretar la realidad, a contener su malestar, a ofrecerle respuestas a sus necesidades. Cuando un bebé tiene, por ejemplo, hambre, siente un malestar que le asusta y se lo comunica a su madre de la única manera que sabe: mediante el llanto. La mamá se acerca, le toma en brazos y traduce su malestar: “¡uy, bebé, claro, ya debes de tener hambre!”. Y a continuación le da el pecho o el biberón, lo que tranquiliza y sosiega al pequeño. Cuando este esquema se repite, el bebé va interiorizando que existe un malestar dentro de él que puede ser contenido por los brazos amorosos de su madre y por sus palabras cálidas y tranquilizadoras; malestar que tiene un final y que acaba siendo sustituido por una sensación de bienestar y placidez. Eso le va reportando una imagen de sí mismo como alguien bueno y valioso (su madre cuida de él porque es digno de amor), lo cual hace que se vaya construyendo una buena autoestima, y le hace confiar en su madre (puesto que siempre acude al alivio de su malestar) y en la seguridad que ésta le ofrece.

En el periodo que va de los 0 a los 2 años, el bebé se vive fusionado con su madre. No acaba de tener claro dónde acaba su madre y dónde empieza él mismo; esto es muy evidente cuando se llama a sí mismo por su nombre: “Pepito agua”; “nene pelota”. En algún momento, a partir de los dos años, empieza a sustituir su nombre por el pronombre “yo”. Es entonces cuando comienza su proceso de separación-individuación respecto de su madre (y también cuando empieza a poner en práctica una habilidad hasta entonces sorprendente: la de decir “no”, como ejercicio de confirmar que, efectivamente, es un ser diferente de su mamá). A partir de entonces, aquéllo que había depositado en su madre, comienza a transferirlo a su propia persona: su madre merecía su confianza porque siempre acudía a aliviar su malestar y esa confianza se traslada ahora a la confianza en sí mismo; puede empezar a tener confianza en él para superar problemas y malestares y transformarlos en soluciones y bienestar. Su madre le daba la seguridad de unos brazos amorosos capaces de contenerlo en su angustia; ahora él empieza a sentirse seguro de sí mismo y puede iniciar el camino del autocontrol. Este sentimiento de contención física que le brindan los brazos de su madre, es importantísimo en la interiorización de los límites: el regazo de su madre le hace sentir que dentro de esos límites se siente seguro; más adelante extrapolará esa seguridad a otro tipo de límites que le ponga su mamá o cualquier otra figura de autoridad (padre, abuelos, maestros) por lo que le será natural respetarlos.

Esta conexión hijo-madre es lo que se conoce como apego. Cuando se dan las circunstancias que hemos mencionado (una madre amorosa que responde con sensibilidad a la angustia del bebé, que le conforta en su malestar transformándolo con paciencia y cariño en placidez de manera reiterada y predecible) el bebé desarrolla un apego seguro. Este apego es el cimiento de su persona: su equilibrio emocional, su capacidad para relacionarse con su entorno y su desarrollo cognitivo se sostendrán sobre esta relación inicial entre él y su mamá. Si ha experimentado un apego seguro, tendrá un autoconcepto positivo, confianza en sí mismo y seguridad en su iniciativa y sus capacidades, lo que le abrirá las puertas de una socialización exitosa, puesto que será capaz de trasladar el afecto y la empatía que ha recibido de su madre a la relación con los demás. Además, el apego seguro y las conductas asociadas al mismo (contacto físico, balanceos, acunamiento, postura incorporada, intercambios verbales afectuosos, risas etc.), como consecuencia de la estimulación neurológica recibida a través de las mismas, favorecen un mejor desarrollo cognitivo y un mayor rendimiento escolar.

Sin embargo, no siempre se crea este vínculo de apego seguro con la madre. Cuando el bebé siente malestar (hambre, sueño, angustia, calor, frío, estrés, aburrimiento, soledad...), llora para comunicarse y no obtiene esa respuesta sensible y consoladora por parte de su madre queda muy desconcertado. Si la madre no acude para aliviar su malestar porque cree que llora para manipularla, porque le han dicho que si lo toma en brazos se malacostumbrará, porque todavía no le toca comer, porque..., el bebé va interpretando que no es alguien digno de amor y cuidado, que su malestar es incontenible, que su angustia puede llegar hasta el infinito y que parece que a nadie le importa. Si la madre no desarrolla una respuesta sensible a las necesidades del bebé o si ésta no es consistente (unas veces lo consuela y otras no, unas le da el biberón y otras le hace esperar etc.) el bebé no podrá desarrollar confianza en su madre porque ésta no le brindará la seguridad que necesita, ya que sus respuestas parecen impredecibles para el pequeño. A esto se llama apego inseguro y tiene múltiples variantes (ansioso, evitativo y desorganizado) sobre las que no me extiendo pues existe abundante literatura, tanto en internet como en papel, sobre la materia. Por resumir, diremos que el apego inseguro es aquél que se crea cuando el bebé no ha recibido unos cuidados amorosos y consistentes que le permitan interpretar de manera coherente sus sensaciones y su entorno y confiar en él como un medio amigable y no amenazante. Siguiendo la misma lógica que empleábamos al hablar del apego seguro, cuando un niño desarrolla un apego inseguro con su madre, su autoconcepto y su autoestima serán pobres, su confianza en sí mismo limitada y su seguridad personal escasa por lo que su equilibrio emocional se verá comprometido, sus sociabilidad tendrá ciertas dificultades (bien porque sea un niño excesivamente sumiso, retraído, desafiante o agresivo) y su desarrollo cognitivo no será del todo adecuado.

Después de esto, la conclusión se hace evidente: cuanto más invirtamos en fomentar el apego con nuestros hijos en sus tres primeros años de vida, más estaremos invirtiendo en su felicidad. Su desarrollo emocional, social y cognitivo estará condicionado por el afecto en la primera infancia y la relación primaria que establezca con su madre. En la próxima entrada hablaremos de formas concretas para fomentar el apego seguro en bebés y niños pequeños, así como pautas para fortalecerlo en los más grandes.

martes, 9 de agosto de 2011

AUTORIDAD, AMENAZAS Y COHERENCIA

Hace unos días tuve ocasión de presenciar el siguiente diálogo entre una madre y su hija de seis años. La mamá quería que la niña se bajase de un columpio y la niña no quería hacerlo:

-  Que te bajes, te digo.
-  No quiero.
-  Llevas ahí desde que hemos llegado, y ya está bien.
-  No me voy a bajar.
-  Te vas a bajar porque lo digo yo.
-  No me voy a bajar.
-  Te vas a bajar porque soy tu madre y me tienes que respetar.
-  Eres mi madre pero no te voy a respetar.
-  ¿¿??
-  No te voy a respetar, porque me mientes.
-  ¡¿Que yo te miento?!
-  Sí, porque me dices que me vas a hacer cosas que luego nunca haces...


Ahí es nada. Se puede decir más alto pero no más claro. Veinte manuales de educación no lo podrían haber explicado mejor y en menos palabras. Ahondando en la relación, resulta que la madre recurre frecuentemente a amenazar a la niña para que obedezca y las amenazas nunca se cumplen. Por eso, la niña dice que la madre “miente”. Y por eso, la madre, pierde credibilidad y autoridad frente a su hija.

La amenaza es un recurso al que los padres recurrimos antes o después cuando queremos conseguir la obediencia de nuestros hijos y no se nos ocurre otra estrategia más eficaz. Además, a medida que vemos que no va a surtir efecto, engordamos la amenaza hasta llegar a decir cosas que estamos totalmente seguros de que no vamos a llevar a cabo. Valgan los siguientes como ejemplos (seguro que a vosotros se os ocurren muchos más):

  • Como sigas así no volvemos nunca más a casa de los abuelitos”(?)
  • Si no te montas ahora mismo en la bici, se la regalo al primer niño que me encuentre”(?)
  • Como no dejes de portarte mal en la playa hago la maleta y nos vamos a casa pero ya”(?)
  • Si no haces lo que te digo te prometo que vas a estar un mes entero sin tele”(?)
  • Si no recoges ahora mismo tus juguetes, los tiro todos a la basura”(?)
  • Como vuelva a ver la ropa tirada, no te compro ropa nunca más”(?)
  • Como no dejes de hacer el tonto, el año que viene no celebramos tu cumpleaños y punto” (?)

Resulta más que evidente que la mayoría de estas aseveraciones nunca se verán cumplidas: ¿seguro que nunca vamos a volver a visitar a los abuelos?; ¿de verdad que estamos dispuestos a regalar la bici del niño a un desconocido, sólo por despecho?; ¿damos por finalizadas las vacaciones, después de tener el apartamento pagado hasta dentro de una semana, porque el niño hoy está caprichoso?; ¿aguantaremos un mes entero sin recurrir a ponerle la tele? (esto no sé si resulta peor castigo para el niño o para algunos padres); ¿en serio vamos a tirar todos sus juguetes a la basura (como si no costaran)? ¿estamos seguros de que va a andar toda la vida – o al menos hasta que alcance independencia económica- con ropa de la talla 10? ¿realmente estamos decididos a no celebrar su próximo cumpleaños?

La mayoría de las veces, ante una conducta no deseada, oposición o desobediencia de nuestros hijos, nos vamos enfureciendo lentamente, la impotencia y el enojo se apoderan de nosotros subiéndonos desde las entrañas a la garganta, la boca se nos calienta y espetamos “aquello” que, en ese momento, desearíamos que pasara (¡a la basura los juguetes!). Sin embargo, si lo pensáramos durante unos larguísimos digamos... cinco segundos, llegaríamos a la conclusión de que “aquello” tan tremendamente tremendo no lo vamos a llevar a cabo. Bien, pues esos cinco segundos, son nuestro pasaporte a la autoridad. Esos cinco segundos de contener a la fiera que llevamos dentro, mordernos la lengua, cerrar la boca y activar la parte más racional del cerebro (o sea, tener y mostrar autocontrol), son la salvaguarda de la credibilidad frente a nuestros hijos, el salvoconducto que nos protege frente a la acusación de “mamá, me mientes” (o sea, no te voy a respetar -ni a confiar en ti, ni a obedecer...- porque no cumples lo que dices). Sólo cinco segundos para ganar autoridad o para perderla.

La coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos resulta fundamental para obtener autoridad frente a nuestros hijos. La autoridad, que en según qué círculos parece tener mala prensa, se define según el diccionario de la Real Academia de la Lengua como el prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia. Es decir, se trata del prestigio y la confianza que nos reconocen nuestros hijos como educadores competentes. No es algo que se imponga sino que es algo que se otorga; que nos otorgan, en este caso, nuestros hijos como consecuencia de haberles demostrado capacidad, actitudes y aptitudes valiosas para poder educarles. Y para ser dignos acreedores de la confianza de nuestros hijos, es decir, para ganarnos esa autoridad, es imprescindible, entre otras cosas, que nuestros hijos perciban coherencia, congruencia, integridad entre nuestros dichos y nuestros hechos.

Ofrezco, a continuación, unas sugerencias prácticas para que la comunicación con nuestros hijos nos haga ganar autoridad frente a ellos (y no perderla):


  • Nunca debemos decir aquello que no estemos seguros de llevar a cabo. Los niños saben que es irrealizable y la repetida constatación de que, efectivamente no hacemos lo que decimos, hace que el temor que pretendemos infundirles para conseguir su obediencia se esfume (¡sí, claro, que vas a regalar mi bici, cuántas veces lo has dicho y nunca lo has hecho!).

  • Siempre que anunciemos que va a haber ciertas consecuencias, es importante ser fieles a la palabra dada. Tanto para lo bueno como para lo malo. Si yo digo que después de hacer la tarea vamos al parque, tenemos que cumplir e ir al parque. Y si digo que si no acabas la tarea a tiempo no te puedes bañar en la piscina, también hay que cumplir y no ceder ante ruegos, protestas o nuestra propia comodidad (a veces resulta más fácil ceder que aguantar el enojo del niño).

  • La amenaza y el castigo, han de ser los últimos recursos educativos. Además de ser estrategias que pueden encerrar cierta dosis de violencia (¿a alguno de nosotros nos gusta que nos amenacen para que desarrollemos nuestro trabajo o seamos amables?), cuanto más se usen más ineficaces se vuelven. La motivación, el estímulo y ciertas técnicas de comunicación no violenta serán mucho más útiles.

  • Cuanto más dramáticas sean las consecuencias que planteemos, menor será su eficacia porque el niño sabe que resultarán irrealizables. Sabe que, por muy enfadados que estén sus papás, y por mucho que digan, antes o después volverán a visitar a los abuelos, así que puede seguir subiéndose por los sillones impunemente.


Sé que el tema da para mucho y que esto es apenas un aperitivo. Cómo corregir conductas, cómo lograr la colaboración de nuestros hijos, cómo poner límites de manera eficaz... son cuestiones en las que nos jugamos la autoridad frente a ellos y que con unas cuantas estrategias podemos manejar de manera satisfactoria. Éstos y otros asuntos, los abordaremos en próximas entradas. Mientras tanto, podéis dejar vuestros comentarios, sugerencias o preguntas respecto a este tema de la autoridad y la coherencia. Feliz verano.

martes, 12 de julio de 2011

NO ESCUCHA

¡Bájate de ahí que te vas a caer!”, “¡date prisa que llegamos tarde!”, “¿has recogido los juguetes?”, “no pongas los pies encima del sillón”, “¡deja esa porquería donde estaba!”, “¡¿pero cómo te has puesto, cochino?!”, “¡pon la mesa!”, “¡que vengas ahora mismo que te he dicho que nos vamos!”, etc., etc., etc. Lo cierto es que los padres dedicamos un montón de tiempo y energías a decirles a nuestros hijos lo que tienen que hacer o dejar de hacer y nuestra sensación, en muchas de esas ocasiones, es que no nos escuchan. O que hacen como que no escuchan, deducción evidente a la que llegamos tras comprobar que hacen caso omiso a nuestras palabras y que hay que repetirles las cosas veinte veces. Agotador.


La verdad es que hay ocasiones en las que los niños realmente no escuchan y otras en las que hacen como que no. Pongo dos ejemplos:


Situación número 1.- Nuestro hijo de cinco años está hipnotizado frente a la TV viendo sus dibujos favoritos. Luego diremos que tiene problemas de concentración, pero lo cierto es que está absolutamente entregado a la tarea de ver la tele. Nada de lo que ocurra a su alrededor es tan importante como conocer los avatares de sus personajes fantásticos (o sea, está concentrado en algo, punto a su favor). Si desde la cocina gritamos “¡ven a cenar!” es casi seguro que no nos escuche. Su sistema auditivo y su cerebro entero están dedicados a los dibujos, así que no hay neuronas disponibles para captar otros mensajes.


Situación número 2.- Nuestro hijo de cinco años está jugando con sus amigos en el parque, a la salida del cole. Trepa por los columpios, coge ramas, se reboza por la arena, corre, suda, la camiseta se le sale de los pantalones... en definitiva, se lo está pasando bomba a la manera en que un niño de esa edad disfruta (si lo tuviéramos que hacer nosotros sería una tortura pero para ellos es una actividad absolutamente deliciosa). Es la hora de irse a casa para bañarse y cenar. Cuando pasa cerca de nosotros, aprovechamos para decirle “¡Carlitos, nos vamos a casa!”. Tal vez incluso se nos escape un “¡ay madre, cómo te has puesto!”. En esta circunstancia es posible que nos oiga y hasta que nos escuche pero la propuesta que le ofrecemos frente a tanta diversión es poco tentadora. Carlitos sabe que cuando venga le diremos que está sudando, que se suene los mocos, que cómo va, que hay que sacudirse los zapatos, que menudas manos, que las piedrecitas, ramas y piñas no vienen con nosotros etc. Visto así, es fácil entender por qué hace como que no escucha.


Si queremos que nuestros hijos nos escuchen y, además, nos hagan caso, algo hay que debemos de cambiar en nuestra manera de comunicarnos con ellos. Es cierto que cuanto antes empecemos a comunicarnos con ellos de este modo, más fácil lo tendremos cuando se vayan haciendo mayores. Como todo, el crear un nuevo modo de relación es algo que lleva un tiempo y no podemos esperar que de la noche a la mañana se obre un milagro. No obstante, ofrezco algunas ideas que pueden ayudar para que nuestros hijos nos escuchen y nos hagan caso sin tener que decirles las cosas veinte veces:


1.- Si los niños son muy pequeños, desde luego ha de ser así con los menores de tres años pero puede ser conveniente o necesario hasta los seis, no podemos esperar que venga. Hay que ir a donde esté. Si está profundamente entregado a la tarea, será preciso que nosotros nos impliquemos un poco en ella para hacerle consciente de nuestra presencia y para tenderle un puente hacia la nueva actividad. “A ver qué estás haciendo... ¡uy, que mariquita tan bonita!, ¿le has puesto nombre?”...


2.- Nuevamente, en el caso de niños pequeños, además de ir a su encuentro e interesarnos por aquello que capta su atención puede ser bueno, para facilitarle el cambio de actividad, llevarnos algo de aquello con lo que esté jugando: “Esta piña es preciosa, nos la podemos llevar”.


3.- Si, por el temperamento de nuestro hijo y por la experiencia que tenemos en su crianza, sabemos que va a hacer una gran rabieta cuando le digamos que tenemos que cambiar de actividad, tal vez no sea imprescindible decírselo en ese momento. Vamos junto a él, miramos la mariquita, cogemos la piña, le damos conversación y le llevamos de la manita mientras hablamos de lo que ha estado haciendo y lo bien que se lo ha pasado.


4.- No le digamos las cosas hasta que no estemos realmente seguros de que queremos que lo haga. Me explico: estamos en el parque, nuestro hijo juega con sus amigos y nosotras charlamos con las mamás. Como va siendo hora de marcharse, le decimos al niño “¡Carlitos, ven, que nos vamos a casa!”. Resulta que Carlitos viene, todo obediente, pero nosotras estamos a medias de una anécdota buenísima y no hacemos el más mínimo ademán de marcharnos. Así pues, nuestro hijo recibe el mensaje de que lo de irse a casa no era algo inmediato. Cuando nos damos cuenta de que el niño se ha ido, lo volvemos a llamar pero, en lo que regresa hemos iniciado otro tema de conversación y la situación se repite. De esta manera nuestro hijo aprende que desde que le decimos que nos vamos hasta que realmente nos vamos pasa un rato, con lo cual para las siguientes ocasiones esperará a que se lo digamos varias veces antes de hacer caso.


5.- En el caso de que esté viendo la tele o jugando a un juego electrónico, lo mejor es ir donde está y pedirle que deje de jugar o ver la tele mientras le hablamos. Es necesario que ponga toda su atención en lo que le estamos diciendo y si está haciendo otra cosa mientras, es muy probable que no se entere de lo que le hemos dicho. Es posible que le digamos “¡a cenar!” y diga “¡vale!”, pero realmente no ha registrado el mensaje. A todos nos ha pasado que nos dicen algo cuando estamos enfrascados en otro asunto y nos cuesta acordarnos de lo que nos han dicho.


6.- No gritar. El grito comunica enfado pero también eclipsa el mensaje que queremos que nuestro hijo reciba. Es probable que ante nuestro grito entienda que estamos muy enfadados pero tal vez no sepa lo que le estamos diciendo. Las cosas se pueden decir firmemente pero sin gritar.


7.- Darle tiempo para responder y actuar. Todos necesitamos tiempo para registrar lo que nos dicen y movilizarnos; si la actividad en la que está implicado es demasiado interesante, tal vez necesite algo más de tiempo para desconectarse de lo que hace y ponerse a hacer lo que nosotros le pedimos. No marcharnos, permanecer junto a él o frente a él y no perder el contacto visual son medidas eficaces para que sea consciente de que esperamos algo de él. Pasado un tiempo prudencial, podemos añadir: “Cariño, te he pedido algo que estoy esperando que hagas”.


8.- No repetir las cosas. La repetición, en contra de lo que pudiera parecer, resta fuerza y eficacia al mensaje y aburre tanto al que la pronuncia como al que la escucha. Si tu hijo sabe que le vas a decir veinte veces que venga porque nos vamos a casa, y que sólo a la vez número veintiuna te lo vas a tomar suficientemente en serio como para que efectivamente haga lo que le pides, esperará a que se lo digas ese número de veces para hacerte caso. Es más útil pedirle que te repita lo que has dicho (“¿has entendido lo que te he dicho?”) y señalarle que sabes que ha captado el mensaje y que no piensas volver a repetirlo: “Ahora que sabes lo que quiero que hagas, no voy a volver a repetirlo”. Y, nuevamente, espera a que lo haga.


9.- No emplear preguntas retóricas. Las preguntas del tipo “¿Cuántas veces tengo que decirte que recojas los juguetes?” no sirven para nada, resultan muy molestas y le enseñan a utilizar el lenguaje de forma perniciosa. En lugar de eso es preferible utilizar frases directas como las señaladas en los puntos anteriores.


10.- Asegurarnos de que cuando hace lo que le pedimos, nos mostramos agradecidas y le elogiamos por su comportamiento. Volviendo al parque, si cuando llega junto a ti le sueltas una cascada de reproches (“cómo te has puesto”, “límpiate esos mocos”, “suelta esa porquería”, “ahora mismo te meto en la bañera” etc.) le será difícil venir a tu lado cuando se lo pidas. En lugar de eso, cuando venga interésate por lo que ha estado haciendo y plantéale lo que tenéis que hacer de manera que le resulte atractivo o cuando menos, llevadero: “Qué bien te lo has pasado... Estaba pensando que cuando lleguemos a casa le podemos contar a papá lo de la mariquita y que podíamos bebernos un zumo con esa pajita tan chula que tienes”, “¡qué rico mi niño y qué obediente, que en cuanto se lo dice mamá, viene corriendo!"(aunque sea una verdad “a medias”). Si es un niño más mayor, se lo puedes decir de otra manera, igualmente eficaz: “Gracias, hijo, me resulta de gran ayuda que colabores”.




Estas son algunas sugerencias para tratar de que nuestros hijos nos escuchen y nos hagan caso sin “morir en el intento”. ¿Cuál es vuestra experiencia con respecto a este tema?




martes, 7 de junio de 2011

¡PÓRTATE BIEN! (II)

Como anticipamos en la anterior entrada el éxito del “portarse bien” está estrechamente ligado a las expectativas que tenemos acerca de lo que ello significa y de cómo se las comunicamos a nuestros hijos. Para conseguir que los niños se “porten bien” en un sinfín de situaciones potencialmente complicadas, propongo estas sugerencias:


  • Lo primero que hay que matizar es que, dependiendo de la edad y madurez del niño, la exigencia sobre aquellos aspectos que implican “portarse bien” será muy distinta. No podemos esperar lo mismo de un bebé, un niño de tres años o uno de ocho, así como tampoco podemos esperar que todos nuestros hijos sean iguales o se porten igual que el hijo del vecino, sencillamente porque son diferentes. A cada uno tendremos que exigirle según lo que pueda dar. No se trata de no ponerle límites o no educarlo; se trata de acomodar la exigencia a la madurez de cada cual.
  • Muy relacionado con este punto está la cuestión de las expectativas que tenemos acerca de lo que podemos esperar de nuestros hijos, para adecuarlas a la realidad: si nuestro hijo de tres años es movido e inquieto, pedirle que durante toda la comida en el restaurante esté callado y sin moverse, es casi como pedirle un milagro. Ajustemos nuestras expectativas para no sentirnos permanentemente frustados.
  • Anticipar: los mayores sabemos qué es una sala de espera de un dentista, cuánto dura una comunión o qué vamos a hacer en un supermercado. Los niños no; incluso de una vez a otra se les olvida. Cuando vayamos a realizar alguna actividad particular que requiera que “se porte bien”, expliquémosle cuál va a ser la situación que va a vivir. Por ejemplo: “vamos a ir al dentista y antes de entrar estaremos un rato en un salón, con unos sillones, donde habrá más personas esperando; cuando nos llamen, entramos al dentista”.
  • Explicarles detalladamente lo que esperamos de ellos, es decir, aquellas cosas que queremos que hagan o que no hagan para “portarse bien”. En la medida de lo posible, intentaremos decirles aquello que SÍ tienen que hacer, en lugar de señalarles lo que NO tienen que hacer. Por ejemplo, “quiero que estés sentado junto a mí (o aúpa de mamá) y que camines de mi mano” será mucho más claro para él que “no corras porque ya sabes que aquí hay que portarse bien”. Además podemos introducir elementos para convertir la espera en algo parecido a un juego: “en la sala de espera del dentista tenemos que hablar como si estuviéramos contándonos secretos, para que no se entere nadie” (en lugar de “¡que no griteeees!”).
  • A veces, podemos hacerlos a ellos partícipes para que digan lo que se les ocurre que podemos hacer. Generalmente suelen tener buenas ideas, si les preparamos el terreno; por ejemplo: “en este sitio va a haber gente que quiere estar tranquilita... ¿qué se te ocurre que podemos hacer para no molestarles y que todos estemos a gusto?”. Muy posiblemente diga cosas del tipo “no gritar”, “no correr”, “no jugar”..., a lo que contestaremos efusivamente “¡qué buena idea! Si a alguno de los dos se le olvida lo que tiene que hacer, el otro se lo recuerda, ¿vale?”. Obviamente, cuando llegue el momento de recordarle que no había que gritar, se lo diremos con tacto, sin regañar, como si se hubiera vulnerado un pacto de complicidad entre ambos.
  • Prevenir: cuando un niño está molesto, molesta a los demás. Si le vamos a exponer a una situación que puede ser muy aburrida, lo mejor es prevenir su aburrimiento llevando algún juguete o cuento. “He traído tu muñeco favorito; puedes jugar con él aquí” (y le señalamos un espacio, por ejemplo, el asiento del sillón). Si la espera va a ser larga, tal vez haya que introducir más de un elemento de distracción (cuaderno, pinturas etc.)
  • El hambre y la sed son campos abonados para “portarse mal”. Cuando un niño pequeño está hambriento o sediento no lo expresa igual que un adulto, simplemente se empieza a sentir cada vez más incómodo e incomoda a quienes estén cerca. Si creemos que en el intervalo en el que queremos que se “porte bien” puede tener hambre o sed, podemos meter en el bolso alguna galleta y una botellita de agua.
  • El sueño y el cansancio son los peores enemigos del “portarse bien”. Si podemos evitar exponerlo a una de estas situaciones cuando esté muy cansado, él y nosotros lo agradeceremos. Si resulta inevitable llevarlo, hagámonos a la idea de que no podemos esperar gran cosa de él en este momento, y no nos enfademos ni nos hagamos mala sangre.
  • Una vez finalizada la situación, felicitarle por lo que ha hecho bien, ignorando lo que ha hecho mal: “¡me encanta cómo has estado sentado junto a mí, jugando sin alborotar!, te lo agradezco muchísimo, eres un sol” (y le damos un beso), “seguro que la gente ha estado a gusto y ha pensado que eres muy educado”, “¡qué bien me lo he pasado contándonos secretos!”. Eso le reforzará su autoestima haciéndole sentir que es un niño agradable, capaz de hacer ciertas cosas adecuadamente y le animará a seguir con ese tipo de actitud.
  • Remarcar lo anterior, expresando que todo eso que ha hecho significa “portarse bien”: “¡qué bien te has portado estando sentado tanto rato y hablando bajito!”. A partir de estos comentarios, podrá ir interiorizando lo que quieren decir su padre o su madre cuando hablan de “portarse bien”.


Pensemos que es cuestión de tiempo y madurez; si cuando son pequeños les hacemos estos momentos más llevaderos, cuando sean más grandes tendrán recursos para saber “cómo portarse bien” y sabrán que son capaces de afrontar la situación, sintiéndose orgullosos de portarse “como niños mayores” aunque se aburran un poco.

jueves, 2 de junio de 2011

¡PÓRTATE BIEN! (I)

¡La de veces que habremos dicho esto...! Se me ocurren bastantes situaciones con visos potenciales de que acaben “como el rosario de la aurora” en cuanto a comportamiento infantil se refiere. La sala de espera del médico, la comunión de la prima, una reunión con la tutora, la compra en el súper, una comida en un restaurante, una visita y un largo etcétera. Creo que todos sabemos lo frustrante que es que el niño dé la nota y monte el numerito en el momento más inoportuno. Además, parece que nada de lo que hagamos en ese momento arregla las cosas sino que, antes bien, las empeora: ordenarle al niño lo que tiene que hacer, decirle con enfado lo mal que se está portando, pedirle por favor que se comporte, reprocharle que actúa como un bebé, amenazarle con la pérdida de no-sé-cuántos privilegios... El repertorio de recursos para ver si el niño se enmienda tiende a infinito y el resultado de que mejore su comportamiento, a cero.

Definitivamente algo hay que no funciona en lo que a “portarse bien” se refiere porque los niños entienden una cosa y los padres otra bien diferente. Cuando nosotros a nuestros hijos les decimos que “hay que portarse bien” tenemos muy claro en nuestra cabeza qué implica eso: estar callados y quietos, saludar cuando lleguemos, despedirnos cuando nos vayamos, no gritar, no correr, ser amables, no hacer rabietas, decir por favor y gracias, no interrumpir a los mayores, no tirarse por el suelo, no tocar las cosas... Sin embargo, los niños no acaban de saber a qué nos referimos los mayores cuando hablamos de “portarse bien”; ellos se portan, sencillamente, como niños, sin capacidad para discernir que la iglesia no es el parque o la sala de espera del dentista no es su casa. Algunas veces, les castigamos o reñimos a posteriori porque “no se han portado bien” en tal o cual situación y para colmo de males, en algunas ocasiones en las que han estado intratables, les preguntamos “¿cómo crees que te has portado?” y contestan convencidos “¡muy bien, mamá!”.

Hemos de tener en cuenta que dentro del concepto “portarse bien” se engloban comportamientos muy diferentes, a veces, incluso, contrapuestos. No es lo mismo “portarse bien” en el parque, en el cole, en casa, en casa de un amiguito, en el médico, en el mercado, en la iglesia, en un restaurante... Por ejemplo, es probable que en la consulta del médico el niño se tenga que desnudar, y requeriremos que “se porte bien” y se deje desvestir sin protestar, pero desnudarse en otro lugar, digamos el súper, no está igual de bien visto... Desde luego, si se le ocurre lucir sus encantos en plena calle no le aplaudiríamos precisamente por “portarse bien”, cosa que sí haríamos tras su colaboración en el médico. Conclusión que saca el niño: desnudarse... ¿está bien o mal? Lo mismo se puede decir de trepar por los juegos del parque o por los muebles del salón de la tía Rita o el delicado equilibrio entre “estar calladito” y “contestar cuando te hablen”.

Después de lo dicho, resulta fácil entender que esos “pórtate bien” o “¡qué mal te has portado!” resultan tremendamente confusos para nuestros hijos, que no saben exactamente a qué nos referimos cuando los proferimos con tono enérgico y a menudo enojado. Les resuenan ambiguos, desconcertantes y les generan inseguridad pues un comportamiento que un día y en un lugar son adecuados, encienden la ira materna o paterna si las circunstancias cambian. La solución pasa entonces por definir qué conductas concretas conlleva cada “pórtate bien” según el momento y el lugar.

A veces, a los mayores, se nos olvida que los niños son pequeños y no entienden el por qué de las cosas, no saben calcular el tiempo, no comprenden lo que sucede, se aburren... Generalmente un niño pequeño no se “porta mal” porque quiera fastidiar a su madre o a su padre, sino simplemente porque no puede “portarse bien”: la situación le supera, el aburrimiento le reconcome y no tiene la madurez suficiente como para controlar su malestar y esperar pacientemente quieto y callado hasta nueva orden. Somos nosotros, como adultos, quienes tenemos que comprender con inteligencia qué le puede pasar, cómo prevenir su malestar y cómo manejarlo en caso de aparición, sin reprocharle ni castigarle por comportarse, sencillamente, como un niño de su edad.

Me gustaría subrayar que, cuando vayamos a exponer a nuestro hijo a una situación que prevemos que para él va a ser difícil de sobrellevar y queremos que se “porte bien”, pensemos que él no ha pedido encontrarse en esa circunstancia sino que somos los adultos los que le llevamos y los que esperamos de él una serie de actitudes y comportamientos. Actuemos, pues, como adultos, entendiendo que ellos son niños y necesitan nuestra ayuda para crecer.

En la próxima entrada, hablaremos sobre estrategias prácticas para ayudar a los niños a “portarse bien”.


martes, 24 de mayo de 2011

¿CUALIDADES O DEFECTOS?


Cuando dos mamás (o papás) se encuentran en lugares como el parque o la salida del cole no es improbable que acaben hablando de niños. Desde que los hijos llegan a nuestras vidas ocupan nuestro pensamiento, nuestro tiempo y muchas de nuestras conversaciones. Pero, ¿cómo hablamos a otras personas de nuestros propios hijos? Sé que hay quienes “presumen de hijo” relatando los últimos logros llevados a cabo por su pequeño, haciendo sentir a su interlocutor que algo no va bien con relación a su vástago que no está “tan espabilado”. Otras personas, por el contrario, suelen emplear calificativos a veces algo duros para referirse a sus hijos. Expresiones como “es un cabezota”, “es un testarudo”, “tiene mucho genio”, “siempre está en su mundo”, “no para quieto”, “es lento para lo que quiere”, “es muy sentido”, “qué pesado es”... pueden ser frecuentes en algunas conversaciones.




Hoy me gustaría proponer el dar la vuelta a estos calificativos que colocamos a nuestros hijos. Me explico: Si yo digo que mi hijo es un niño con mucha determinación, que lucha por lo que cree que es justo, que tiene las ideas claras y que no se deja llevar, seguramente quien me escuche piense que es una maravilla tener un hijo así. Si digo, en cambio, que mi hijo es un testarudo, que siempre quiere salirse con la suya, que no se le puede hacer cambiar de opinión y con el que siempre acaban haciéndose las cosas por las malas, la opinión será muy diferente (“¡pobre madre! ¡la que le ha caído!”). Lo curioso es que podemos estar hablando del mismo niño de dos maneras muy distintas; tan distintas que parece que hablamos de dos niños diametralmente opuestos. En el primero de los casos nos estamos focalizando en sus características vistas en positivo, como virtudes; en el segundo, como defectos. Cómo hablemos de él a otros hará que nos fijemos en sus características en positivo o en negativo, que lo veamos como alguien bueno y valioso o como una carga agotadora, que le ayudemos a desarrollarse como persona dando lo mejor de sí mismo o que frenemos sus potencialidades. Y eso por no hablar de su autoestima y de cómo le repercute escuchar sobre él un tipo de comentario u otro. La opinión que tenemos de él y cómo hablamos de él a otras personas son dos extremos que se retroalimentan: la opinión que tengo de mi hijo repercute directamente en la manera que hablo de él y viceversa. Cuando hablemos de nuestros hijos no echemos piedras sobre su pequeña persona (ya se encargará la vida de echárselas); no se trata de alardear de nada ni de atribuirle virtudes que no tiene. Se trata de intentar ver sus propias características no como defectos sino como virtudes.



He aquí algunos ejemplos de cómo ver como virtudes lo que a menudo percibimos como defectos.  Son sólo ejemplos y cada padre o madre, que es quien mejor conoce a su hijo, habrá de buscar el que mejor le encaje:
  • En lugar de “cabezota”, podemos emplear “determinado”, “con las ideas muy claras”, “que no se deja convencer fácilmente”.
  • En lugar de “pesado”, podemos emplear “perseverante”, “tenaz”, “constante”.
  • En lugar de “lento”, podemos emplear “se toma su tiempo”, “no se estresa”, “no pierde la calma”, “va a su ritmo sin dejarse agobiar”.
  • En lugar de “siempre está en su mundo”, podemos emplear “tiene mucha capacidad de concentración”, “posee un mundo interior muy rico”, “tiene una gran fantasía”.
  • En lugar de “sentido”, podemos emplear “tiene una gran sensibilidad”, “experimenta una gran intensidad emocional”.
  • En lugar de “no para quieto”, podemos emplear “activo”, “necesita mucha actividad”, “no deja pasar el tiempo sin hacer nada”.
  • En lugar de “tiene mucho genio”, podemos emplear “no se deja avasallar fácilmente”, “sabe cómo defenderse él y sus intereses”.

Estos calificativos (tenaz, perseverante, determinado, activo, sensible, imaginativo etc.) son, sin duda, positivos y no creo equivocarme si digo que muchos los desearíamos para nuestros hijos. Busquemos en los hijos lo que tienen de positivo y tengamos presente que lo que hoy puede ser una dificultad para la crianza, mañana puede ser una valiosa herramienta para enfrentarse al mundo.




viernes, 20 de mayo de 2011

LAS TRASTADAS DE LOS NIÑOS

 Hace poco, mientras estaba con mis hijas en un parque, fui testigo de la siguiente escena: unos niños jugaban alegremente en unos columpios cuando se presentó una madre bastante alterada y se dirigió a su hijo de tres años diciéndole “¡yo es que te mato!”, “¡casi me muero del susto!”. El que se asustó entonces fue el niño que se puso a llorar mientras su madre se lo llevaba de la mano al tiempo que repetía “¡es que te mato, te mato, vamos vamos, lo que me has hecho pasar...!”.


Lo que había ocurrido es que el niño y la mamá se encontraban en otra zona un tanto distante del parque; la mamá hablaba con otras mamás y el niño se fue a explorar otros ambientes, animado por lo que veía hacer a niños más mayores. Cuando la mamá se dio cuenta se llevó un susto morrocotudo y se puso a buscar por todas partes a su hijo. Es más que comprensible que, cuando le encontrara, estuviera totalmente angustiada y fuera de sí. A cualquiera nos ocurriría y no hace falta que mencione todos los peligros a los que estaba expuesto el chiquillo y la de cantidad de cosas que le podrían haber ocurrido.

Sin embargo, me gustaría reflexionar sobre cómo expresamos nuestra angustia a los hijos. Los niños, y mucho menos de esa edad, no entienden el sentido figurado del lenguaje. Si un niño escucha decir a su madre “yo te mato”, no interpreta que su madre está muy pero que muy enfadada y necesita desahogarse. No. Lo que entiende es que su madre puede llegar, literalmente, a matarle, a acabar con su vida. Si escuchan “casi me muero” no interpreta que su madre se ha llevado un susto grandísimo preocupada por la de cosas horribles que le podían haber pasado. Lo que entiende es que su madre ha estado a punto de pasar a mejor vida. Y además, por su culpa. Todo esto, que puede parecer un tanto exagerado, si se da reiteradamente, puede tener repercusiones en el apego que el niño establece con su madre (y por extensión con los demás). Genera una ambivalencia en su mundo emocional pues la persona a la que más ama y necesita en el mundo, o sea, su mamá, parece que también puede llegar a matarle... ¿Cómo establecer la relación afectiva con ella? ¿Qué tipo de sentimientos nos generaría saber que nos pueden matar? Insisto, sé que parece exagerado, pero los niños no entienden los dobles sentidos del lenguaje, la metáfora, la ironía... por eso, entre otras cosas no entienden los chistes. Ellos entienden la literalidad de lo que escuchan. (Cuando dominen el lenguaje literalmente, hacia los seis años, podrán ir entendiendo los dobles sentidos).

Por otro lado, paradójicamente, no es infrecuente que cuando los niños de tres o cuatro años se enfadan con los padres y dicen “tonto, ya no te quiero”... ¡somos los adultos quienes parecemos no entender lo que le pasa al niño y a veces nos lo tomamos al pie de la letra!

Volviendo al tema, ¿qué podríamos haber dicho y hecho si fuéramos esa mamá?

  • Para empezar, entender que aunque el niño ya tiene conocimiento como para saber que si se quiere ir a otro sitio diferente ha de pedir permiso, es muy pequeño como para que se le pueda olvidar y se deje llevar por su impulso de explorar nuevos territorios. La supervisión, y la responsabilidad de que no le pase nada es, en último término de la madre. No obstante, todos sabemos que por mucho que vigilemos a nuestros hijos, tendrán el don de la oportunidad para hacer la trastada en esa décima de segundo que miramos para otro lado. Eso nos va a dar mucha rabia, pero no podemos pasarles a ellos la factura.
  • Cuando encontremos al niño, antes que nada, abrazarlo para transmitirle la alegría de haberlo encontrado sano y salvo y la seguridad de que no le va a pasar nada.
  • Manifestarle al niño lo que sentimos; podemos hacerlo de manera vehemente -no es necesario mostrar una flema británica- pero sin gritar ni perder los papeles: “estaba muy preocupada porque no sabía dónde estabas; pensé que te había pillado un coche o te había ocurrido algo malo”.
  • Expresarle lo que queremos que suceda en otras ocasiones para que no se repitan situaciones como ésta: “cuando quieras ir a otro sitio, siempre siempre tienes que pedir permiso a mamá. Estoy segura de que la próxima vez no se te va a olvidar”.
  • No seguir hablando del tema todo el camino hasta casa; probablemente, habrá captado el mensaje.
  • Si además lo hacemos de manera discreta, fortaleceremos la complicidad con nuestro hijo. No es necesario que todo el parque se entere de lo que ha ocurrido, pues genera mucho malestar en el niño. A nadie nos gusta que vapuleen pública y vivazmente nuestras equivocaciones.


Tenemos todo el derecho del mundo a estar enfadados, furiosos, molestos, angustiados, rabiosos... con nuestros hijos y sus trastadas, pero mostremos nuestro malestar de manera que no les atemoricemos para que el apego, en definitiva, el equilibrio emocional de nuestro hijo, no salga perjudicado.

martes, 3 de mayo de 2011

MI HIJO ES UN MENTIROSO

No resulta raro que los padres afirmen esto de sus hijos. Sin embargo todos sabemos que hay mentiras y mentiras. Para entender el significado y “gravedad” de la mentira, es necesario saber cuál es el desarrollo psicoevolutivo de los niños. Hasta los seis años, los niños no tienen clara la separación entre fantasía y realidad: si afirman que debajo de su cama hay un león, es porque en su cabeza eso “es real”, no hay malicia ni intención de engañar. Eso no puede considerarse como mentira ni reprochársele al niño; forma parte del progreso de su pensamiento. Por otra parte, la mentira no puede considerarse como un problema en sí mismo, sino como un indicador de que algo pasa. Es como la fiebre, no es una enfermedad, es un síntoma que nos alerta de que algo no va bien. Cuando un niño miente, es por algo: por miedo al castigo, por miedo a que los papás dejen de quererle, por vergüenza de haberse equivocado, para conseguir algo que se desea (material o admiración) o para protegerse a sí mismo o a su familia. Más que reprenderle por la mentira, preguntémonos (y preguntémosle) por qué necesita mentir.

Por otra parte, es frecuente que los adultos disfracemos la realidad o la aderecemos, según el caso. Si recibimos una llamada inoportuna diremos “di que no estoy en casa”; si nos saltamos un semáforo en rojo y viene el guardia a ponernos una multa diremos “¿semáforo? ¿en rojo?... ¡no lo he visto!”. No debe de extrañarnos, pues, que los niños recurran a la mentira si los mayores también recurrimos a ella.

Estrategias prácticas para manejar la mentira de los niños:
  • No decir nunca “eres un mentiroso”: Esto, que se llama profecía del autocumplimiento, es una regla de oro en educación. Desde el momento en que etiquetamos a un niño, éste se creerá la etiqueta que le hemos colocado y acabará cumpliendo con ella. Si el día que suelta una mentirijilla empezamos a decir que es un mentiroso, lo acabará siendo.
  • No quedarnos en la mentira sino analizar por qué necesita mentir (si le preguntamos directamente es posible que no sepa responder): por miedo a decepcionarnos y perder nuestro afecto, por miedo a la regañina y el castigo, por necesidad de obtener admiración, por deseo de preservar su intimidad (adolescentes) etc.
  • No colocarle en una situación en la que se vea cuasiobligado a mentir: A veces suceden cosas como ésta: llegamos a casa y nos encontramos un garabato en la pared; llamamos al niño y preguntamos “Pablito, ¿quién ha hecho esto?”. A partir de entonces, Pablito se encuentra en un callejón sin salida. Si dice “he sido yo”, le regañaremos por haber hecho grafitti; si dice “yo no he sido” le regañaremos por el grafitti y por haber mentido. Si resulta evidente que la trastada la ha hecho Pablito... ¿para qué preguntarle? Es preferible decir con disgusto y firmeza pero sin enojo “en la pared no se pinta; eso no me gusta; ahora, necesito que me ayudes a limpiarlo”, que colocarle entre la espada y la pared.
  • Cuando diga la verdad (de un sentimiento, una trastada etc.), nunca regañar aunque haya hecho algo “gordo”. Agradecer el que haya dicho la verdad y buscar soluciones juntos. Si estamos demasiado molestos o enfadados tras la “confesión”, relajarnos cambiando de actividad (ducharnos, leer, hacer la cena, sacar al perro) y retomar el tema en otro momento.
  • Distinguir entre “broma” y “mentira”, no usarlos como sinónimos. A veces, cuando un niño pequeño nos gasta una broma o nos cuenta una fantasía, exclamamos “¡uy qué mentiraaaa!”. Reservemos la palabra “mentira” para aquellas situaciones en las que exista una cierta malicia e intención de engaño y para las otras empleemos el término “broma”.
  • Ser nosotros modelo de sinceridad y si se nos escapa una “mentira piadosa”, explicarla. Para los niños resulta igual de “grave” esa mentira piadosa de “no estoy en casa” ante una llamada inoportuna que otro tipo de falseamientos serios de la realidad. No tienen capacidad para contextualizar y discernir las consecuencias de una u otra por eso es preferible que no nos escuchen mentir y, en el caso de que la mentira piadosa resulte inevitable, siempre se le puede explicar por qué la hemos dicho.


miércoles, 27 de abril de 2011

LA INICIATIVA DE LOS NIÑOS

Hoy quiero compartir un cuento que he recibido acerca de cuánto podemos influir los adultos en la capacidad de iniciativa, la creatividad, el desarrollo de la personalidad y la confianza en sí mismos de los niños (que luego serán jóvenes y luego adultos).  El cuento habla por sí mismo:



Había una vez un niño que comenzó a ir a la escuela. Una mañana la maestra dijo: “Hoy vamos a hacer un dibujo”. “¡Qué bien!”, pensó el pequeño. Le gustaba mucho dibujar de todo: vacas, tigres, leones, barcos. Sacó su caja de lápices y empezó a dibujar, pero la maestra le interrumpió: “¡Esperen! Todavía no he dicho lo que vamos a dibujar. Hoy vamos a dibujar flores”. “¡Qué bien!”, pensó el niño. Le gustaba hacer flores, y comenzó a hacer algunas muy bellas con sus lápices violetas, naranjas y azules.
Pero la maestra intervino de nuevo: “¡Esperen un momento! Yo les enseñaré cómo se dibujan las flores”. Y tomando una tiza, pintó una flor roja con tallo verde. “Ahora”, añadió la maestra, “pueden comenzar”. El niño miró la flor de la pizarra y la comparó con las que él había pintado. Le gustaban más las suyas, pero guardó silencio. Volteó la hoja y dibujó una flor roja con un tallo verde.
Otro día la maestra dijo: “¡Hoy vamos a modelar con plastilina!”. “¡Qué bien!”, pensó el pequeño. Le gustaba la plastilina y podía hacer muchas cosas con ella: víboras hombres de nieve, ratones, carros, camiones. Empezó a estirar y amasar su bola de plastilina, pero al momento, la maestra interrumpió: “¡Esperen, aún no es tiempo de comenzar! Vamos a hacer un plato”. “¡Qué bien!”, pensó el pequeño. Le gustaba modelar platos y empezó a hacerlos de todas formas y tamaños. Entonces la maestra le detuvo de nuevo: “¡Esperen, yo les enseñaré cómo!”. Y les mostró cómo hacer un plato hondo. El pequeño miró el plato que había hecho la maestra, y luego los que él había modelado. Le gustaban más los suyos pero no dijo nada. Sólo moldeó otra vez la plastilina e hizo un plato hondo, como la maestra había indicado.
Muy pronto el pequeño aprendió a esperar a que le dijeran qué y cómo debía trabajar, y a hacer cosas iguales a las de la maestra. No volvió a hacer nada por sí solo.
Pasó el tiempo, y el niño y su familia se mudaron a otra ciudad, donde el pequeño tuvo que ir a otra escuela. El primer día de clase, la maestra dijo: “Hoy vamos a hacer un dibujo”. “¡Qué bien!”, pensó el pequeño, y esperó a que la maestra le dijera lo que había que hacer, pero ella no dijo nada. Sólo caminaba por el aula, mirando lo que hacían los niños. Cuando llegó a su lado le preguntó: “¿No quieres hacer un dibujo?”. “Sí”, contestó el pequeño, “pero ¿qué hay que hacer?”. “Puedes hacer lo que tú quieras”, dijo la maestra. “¿Con cualquier color?”, preguntó él. “¡Con cualquier color!”, le respondió la maestra. “Si todos hicieran el mismo dibujo y usaran los mismo colores, “¡cómo sabría yo lo que hizo cada cuál!”, añadió. El niño no contestó nada, y bajando la cabeza dibujó una flor roja con un tallo verde.

lunes, 11 de abril de 2011

PELEAS ENTRE HERMANOS (I)

El otro día, en un bazar, se encontraba delante de mí una mamá con dos niñas de unos 4 y 6 años. Las niñas querían que su mamá les comprase algo; al final se decidieron: una eligió un tambor y otra una flauta. Al ir a pagar, la del tambor molestaba a la hermana con un conocido soniquete “yo tengo un tambo-or, yo tengo un tambo-or”; la hermana decidió que el tambor era mejor elección y cambió su flauta por otro tambor, añadiendo “yo tambié-en yo tambié-en”. Su hermana, dispuesta a pronunciar la última palabra, sentenciaba “pero yo lo he cogido antes...”

Esta anécdota, que seguro que a casi todos nos suena, se repite con más o menos variantes en todos los hogares donde hay hermanos. Es decir, si en nuestra casa esto es el pan-nuestro-de-cada-día, que no cunda el pánico: somos una familia total y absolutamente normal.

Las relaciones entre hermanos suelen tener dos ingredientes en proporción inversamente variable: complicidad y rivalidad. Cuanto mayor sea la complicidad, menor será la rivalidad y viceversa. Los niños rivalizan, no por cosas materiales, sino por nuestro afecto. Los padres tenemos que asumir que la rivalidad entre hermanos es normal y que durará, en mayor o menor medida, toda la vida.  Nos gustaría que no fuese así, pero lo es; es una realidad que no podemos cambiar. Lo que sí podemos hacer es tratar de incrementar la complicidad para que mengüe la rivalidad y no dar pábulo a sus mutuas ofensas. Aporto algunas ideas para reducir la rivalidad:

  • No erigirnos jamás en juez o árbitro de sus disputas, aunque nos lo soliciten. Necesariamente tendríamos que dar la razón a uno o a otro lo que incrementaría la rivalidad entre ellos y haría que el agraviado quisiera vengarse o buscar una nueva ofensa para salir victorioso.
  • No intervenir cuando están discutiendo (salvo que se traspasen los límites del respeto, esto es, agresión física o verbal o abuso manifiesto). Si aguantamos un poco, seguro que encuentran alguna manera de solucionar su conflicto y dos minutos después están jugando como si nada. Cuanto menos intervengamos, menos se pelearán.
  • Evitar preguntar “¿quién ha sido?” y centrarse en lo ocurrido y en la búsqueda de soluciones. Una buena manera puede ser “no quiero saber quién ha pintado en la pared; en la pared no se pinta. Ayudadme a limpiarlo y luego leemos un cuento (o jugamos a la plastilina o vamos al parque etc.)”
  • Cuando vengan con una cascada de acusaciones mutuas, no caer en preguntas del tipo “¿y tú qué le has hecho para que te hiciera eso?” porque podríamos estar hasta el final de los tiempos tratando de averiguar quién empezó. Evidentemente siempre hubo una provocación anterior y una anterior a ésta que justifican la última ofensa que ya casi se les ha olvidado. Es preferible censurar lo que haya pasado con aseveraciones impersonales del tipo de “no se pega”, “no se quitan las cosas” etc. y proponer un cambio de actividad, sin dar cancha a sus ofensas y lamentos. Valga como ejemplo algo así como “pensaba hacer un bizcocho... ¿me ayudáis?”
  • No compararlos nunca ni jugar a ver quién acaba primero: siempre hay un vencedor y un vencido, uno que gana y otro que pierde, uno que queda por encima y otro por debajo. La comparación por parte de los padres añade, además, un elemento de inferioridad para el perdedor, de no llegar a ser lo suficientemente bueno para los padres, con lo cual la mengua de su autoestima es prácticamente segura.

Hasta aquí algunas sugerencias para disminuir la rivalidad. Aviso: no desaparecerá del todo, se mantendrá hasta la edad adulta, pero podemos intentar que sea lo más pequeña posible. 

En otra entrada hablaremos de ideas para aumentar la complicidad. A buen seguro, una combinación de ambas generará un clima mucho más agradable para todos.