viernes, 20 de mayo de 2011

LAS TRASTADAS DE LOS NIÑOS

 Hace poco, mientras estaba con mis hijas en un parque, fui testigo de la siguiente escena: unos niños jugaban alegremente en unos columpios cuando se presentó una madre bastante alterada y se dirigió a su hijo de tres años diciéndole “¡yo es que te mato!”, “¡casi me muero del susto!”. El que se asustó entonces fue el niño que se puso a llorar mientras su madre se lo llevaba de la mano al tiempo que repetía “¡es que te mato, te mato, vamos vamos, lo que me has hecho pasar...!”.


Lo que había ocurrido es que el niño y la mamá se encontraban en otra zona un tanto distante del parque; la mamá hablaba con otras mamás y el niño se fue a explorar otros ambientes, animado por lo que veía hacer a niños más mayores. Cuando la mamá se dio cuenta se llevó un susto morrocotudo y se puso a buscar por todas partes a su hijo. Es más que comprensible que, cuando le encontrara, estuviera totalmente angustiada y fuera de sí. A cualquiera nos ocurriría y no hace falta que mencione todos los peligros a los que estaba expuesto el chiquillo y la de cantidad de cosas que le podrían haber ocurrido.

Sin embargo, me gustaría reflexionar sobre cómo expresamos nuestra angustia a los hijos. Los niños, y mucho menos de esa edad, no entienden el sentido figurado del lenguaje. Si un niño escucha decir a su madre “yo te mato”, no interpreta que su madre está muy pero que muy enfadada y necesita desahogarse. No. Lo que entiende es que su madre puede llegar, literalmente, a matarle, a acabar con su vida. Si escuchan “casi me muero” no interpreta que su madre se ha llevado un susto grandísimo preocupada por la de cosas horribles que le podían haber pasado. Lo que entiende es que su madre ha estado a punto de pasar a mejor vida. Y además, por su culpa. Todo esto, que puede parecer un tanto exagerado, si se da reiteradamente, puede tener repercusiones en el apego que el niño establece con su madre (y por extensión con los demás). Genera una ambivalencia en su mundo emocional pues la persona a la que más ama y necesita en el mundo, o sea, su mamá, parece que también puede llegar a matarle... ¿Cómo establecer la relación afectiva con ella? ¿Qué tipo de sentimientos nos generaría saber que nos pueden matar? Insisto, sé que parece exagerado, pero los niños no entienden los dobles sentidos del lenguaje, la metáfora, la ironía... por eso, entre otras cosas no entienden los chistes. Ellos entienden la literalidad de lo que escuchan. (Cuando dominen el lenguaje literalmente, hacia los seis años, podrán ir entendiendo los dobles sentidos).

Por otro lado, paradójicamente, no es infrecuente que cuando los niños de tres o cuatro años se enfadan con los padres y dicen “tonto, ya no te quiero”... ¡somos los adultos quienes parecemos no entender lo que le pasa al niño y a veces nos lo tomamos al pie de la letra!

Volviendo al tema, ¿qué podríamos haber dicho y hecho si fuéramos esa mamá?

  • Para empezar, entender que aunque el niño ya tiene conocimiento como para saber que si se quiere ir a otro sitio diferente ha de pedir permiso, es muy pequeño como para que se le pueda olvidar y se deje llevar por su impulso de explorar nuevos territorios. La supervisión, y la responsabilidad de que no le pase nada es, en último término de la madre. No obstante, todos sabemos que por mucho que vigilemos a nuestros hijos, tendrán el don de la oportunidad para hacer la trastada en esa décima de segundo que miramos para otro lado. Eso nos va a dar mucha rabia, pero no podemos pasarles a ellos la factura.
  • Cuando encontremos al niño, antes que nada, abrazarlo para transmitirle la alegría de haberlo encontrado sano y salvo y la seguridad de que no le va a pasar nada.
  • Manifestarle al niño lo que sentimos; podemos hacerlo de manera vehemente -no es necesario mostrar una flema británica- pero sin gritar ni perder los papeles: “estaba muy preocupada porque no sabía dónde estabas; pensé que te había pillado un coche o te había ocurrido algo malo”.
  • Expresarle lo que queremos que suceda en otras ocasiones para que no se repitan situaciones como ésta: “cuando quieras ir a otro sitio, siempre siempre tienes que pedir permiso a mamá. Estoy segura de que la próxima vez no se te va a olvidar”.
  • No seguir hablando del tema todo el camino hasta casa; probablemente, habrá captado el mensaje.
  • Si además lo hacemos de manera discreta, fortaleceremos la complicidad con nuestro hijo. No es necesario que todo el parque se entere de lo que ha ocurrido, pues genera mucho malestar en el niño. A nadie nos gusta que vapuleen pública y vivazmente nuestras equivocaciones.


Tenemos todo el derecho del mundo a estar enfadados, furiosos, molestos, angustiados, rabiosos... con nuestros hijos y sus trastadas, pero mostremos nuestro malestar de manera que no les atemoricemos para que el apego, en definitiva, el equilibrio emocional de nuestro hijo, no salga perjudicado.

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