martes, 24 de mayo de 2011

¿CUALIDADES O DEFECTOS?


Cuando dos mamás (o papás) se encuentran en lugares como el parque o la salida del cole no es improbable que acaben hablando de niños. Desde que los hijos llegan a nuestras vidas ocupan nuestro pensamiento, nuestro tiempo y muchas de nuestras conversaciones. Pero, ¿cómo hablamos a otras personas de nuestros propios hijos? Sé que hay quienes “presumen de hijo” relatando los últimos logros llevados a cabo por su pequeño, haciendo sentir a su interlocutor que algo no va bien con relación a su vástago que no está “tan espabilado”. Otras personas, por el contrario, suelen emplear calificativos a veces algo duros para referirse a sus hijos. Expresiones como “es un cabezota”, “es un testarudo”, “tiene mucho genio”, “siempre está en su mundo”, “no para quieto”, “es lento para lo que quiere”, “es muy sentido”, “qué pesado es”... pueden ser frecuentes en algunas conversaciones.




Hoy me gustaría proponer el dar la vuelta a estos calificativos que colocamos a nuestros hijos. Me explico: Si yo digo que mi hijo es un niño con mucha determinación, que lucha por lo que cree que es justo, que tiene las ideas claras y que no se deja llevar, seguramente quien me escuche piense que es una maravilla tener un hijo así. Si digo, en cambio, que mi hijo es un testarudo, que siempre quiere salirse con la suya, que no se le puede hacer cambiar de opinión y con el que siempre acaban haciéndose las cosas por las malas, la opinión será muy diferente (“¡pobre madre! ¡la que le ha caído!”). Lo curioso es que podemos estar hablando del mismo niño de dos maneras muy distintas; tan distintas que parece que hablamos de dos niños diametralmente opuestos. En el primero de los casos nos estamos focalizando en sus características vistas en positivo, como virtudes; en el segundo, como defectos. Cómo hablemos de él a otros hará que nos fijemos en sus características en positivo o en negativo, que lo veamos como alguien bueno y valioso o como una carga agotadora, que le ayudemos a desarrollarse como persona dando lo mejor de sí mismo o que frenemos sus potencialidades. Y eso por no hablar de su autoestima y de cómo le repercute escuchar sobre él un tipo de comentario u otro. La opinión que tenemos de él y cómo hablamos de él a otras personas son dos extremos que se retroalimentan: la opinión que tengo de mi hijo repercute directamente en la manera que hablo de él y viceversa. Cuando hablemos de nuestros hijos no echemos piedras sobre su pequeña persona (ya se encargará la vida de echárselas); no se trata de alardear de nada ni de atribuirle virtudes que no tiene. Se trata de intentar ver sus propias características no como defectos sino como virtudes.



He aquí algunos ejemplos de cómo ver como virtudes lo que a menudo percibimos como defectos.  Son sólo ejemplos y cada padre o madre, que es quien mejor conoce a su hijo, habrá de buscar el que mejor le encaje:
  • En lugar de “cabezota”, podemos emplear “determinado”, “con las ideas muy claras”, “que no se deja convencer fácilmente”.
  • En lugar de “pesado”, podemos emplear “perseverante”, “tenaz”, “constante”.
  • En lugar de “lento”, podemos emplear “se toma su tiempo”, “no se estresa”, “no pierde la calma”, “va a su ritmo sin dejarse agobiar”.
  • En lugar de “siempre está en su mundo”, podemos emplear “tiene mucha capacidad de concentración”, “posee un mundo interior muy rico”, “tiene una gran fantasía”.
  • En lugar de “sentido”, podemos emplear “tiene una gran sensibilidad”, “experimenta una gran intensidad emocional”.
  • En lugar de “no para quieto”, podemos emplear “activo”, “necesita mucha actividad”, “no deja pasar el tiempo sin hacer nada”.
  • En lugar de “tiene mucho genio”, podemos emplear “no se deja avasallar fácilmente”, “sabe cómo defenderse él y sus intereses”.

Estos calificativos (tenaz, perseverante, determinado, activo, sensible, imaginativo etc.) son, sin duda, positivos y no creo equivocarme si digo que muchos los desearíamos para nuestros hijos. Busquemos en los hijos lo que tienen de positivo y tengamos presente que lo que hoy puede ser una dificultad para la crianza, mañana puede ser una valiosa herramienta para enfrentarse al mundo.




viernes, 20 de mayo de 2011

LAS TRASTADAS DE LOS NIÑOS

 Hace poco, mientras estaba con mis hijas en un parque, fui testigo de la siguiente escena: unos niños jugaban alegremente en unos columpios cuando se presentó una madre bastante alterada y se dirigió a su hijo de tres años diciéndole “¡yo es que te mato!”, “¡casi me muero del susto!”. El que se asustó entonces fue el niño que se puso a llorar mientras su madre se lo llevaba de la mano al tiempo que repetía “¡es que te mato, te mato, vamos vamos, lo que me has hecho pasar...!”.


Lo que había ocurrido es que el niño y la mamá se encontraban en otra zona un tanto distante del parque; la mamá hablaba con otras mamás y el niño se fue a explorar otros ambientes, animado por lo que veía hacer a niños más mayores. Cuando la mamá se dio cuenta se llevó un susto morrocotudo y se puso a buscar por todas partes a su hijo. Es más que comprensible que, cuando le encontrara, estuviera totalmente angustiada y fuera de sí. A cualquiera nos ocurriría y no hace falta que mencione todos los peligros a los que estaba expuesto el chiquillo y la de cantidad de cosas que le podrían haber ocurrido.

Sin embargo, me gustaría reflexionar sobre cómo expresamos nuestra angustia a los hijos. Los niños, y mucho menos de esa edad, no entienden el sentido figurado del lenguaje. Si un niño escucha decir a su madre “yo te mato”, no interpreta que su madre está muy pero que muy enfadada y necesita desahogarse. No. Lo que entiende es que su madre puede llegar, literalmente, a matarle, a acabar con su vida. Si escuchan “casi me muero” no interpreta que su madre se ha llevado un susto grandísimo preocupada por la de cosas horribles que le podían haber pasado. Lo que entiende es que su madre ha estado a punto de pasar a mejor vida. Y además, por su culpa. Todo esto, que puede parecer un tanto exagerado, si se da reiteradamente, puede tener repercusiones en el apego que el niño establece con su madre (y por extensión con los demás). Genera una ambivalencia en su mundo emocional pues la persona a la que más ama y necesita en el mundo, o sea, su mamá, parece que también puede llegar a matarle... ¿Cómo establecer la relación afectiva con ella? ¿Qué tipo de sentimientos nos generaría saber que nos pueden matar? Insisto, sé que parece exagerado, pero los niños no entienden los dobles sentidos del lenguaje, la metáfora, la ironía... por eso, entre otras cosas no entienden los chistes. Ellos entienden la literalidad de lo que escuchan. (Cuando dominen el lenguaje literalmente, hacia los seis años, podrán ir entendiendo los dobles sentidos).

Por otro lado, paradójicamente, no es infrecuente que cuando los niños de tres o cuatro años se enfadan con los padres y dicen “tonto, ya no te quiero”... ¡somos los adultos quienes parecemos no entender lo que le pasa al niño y a veces nos lo tomamos al pie de la letra!

Volviendo al tema, ¿qué podríamos haber dicho y hecho si fuéramos esa mamá?

  • Para empezar, entender que aunque el niño ya tiene conocimiento como para saber que si se quiere ir a otro sitio diferente ha de pedir permiso, es muy pequeño como para que se le pueda olvidar y se deje llevar por su impulso de explorar nuevos territorios. La supervisión, y la responsabilidad de que no le pase nada es, en último término de la madre. No obstante, todos sabemos que por mucho que vigilemos a nuestros hijos, tendrán el don de la oportunidad para hacer la trastada en esa décima de segundo que miramos para otro lado. Eso nos va a dar mucha rabia, pero no podemos pasarles a ellos la factura.
  • Cuando encontremos al niño, antes que nada, abrazarlo para transmitirle la alegría de haberlo encontrado sano y salvo y la seguridad de que no le va a pasar nada.
  • Manifestarle al niño lo que sentimos; podemos hacerlo de manera vehemente -no es necesario mostrar una flema británica- pero sin gritar ni perder los papeles: “estaba muy preocupada porque no sabía dónde estabas; pensé que te había pillado un coche o te había ocurrido algo malo”.
  • Expresarle lo que queremos que suceda en otras ocasiones para que no se repitan situaciones como ésta: “cuando quieras ir a otro sitio, siempre siempre tienes que pedir permiso a mamá. Estoy segura de que la próxima vez no se te va a olvidar”.
  • No seguir hablando del tema todo el camino hasta casa; probablemente, habrá captado el mensaje.
  • Si además lo hacemos de manera discreta, fortaleceremos la complicidad con nuestro hijo. No es necesario que todo el parque se entere de lo que ha ocurrido, pues genera mucho malestar en el niño. A nadie nos gusta que vapuleen pública y vivazmente nuestras equivocaciones.


Tenemos todo el derecho del mundo a estar enfadados, furiosos, molestos, angustiados, rabiosos... con nuestros hijos y sus trastadas, pero mostremos nuestro malestar de manera que no les atemoricemos para que el apego, en definitiva, el equilibrio emocional de nuestro hijo, no salga perjudicado.

martes, 3 de mayo de 2011

MI HIJO ES UN MENTIROSO

No resulta raro que los padres afirmen esto de sus hijos. Sin embargo todos sabemos que hay mentiras y mentiras. Para entender el significado y “gravedad” de la mentira, es necesario saber cuál es el desarrollo psicoevolutivo de los niños. Hasta los seis años, los niños no tienen clara la separación entre fantasía y realidad: si afirman que debajo de su cama hay un león, es porque en su cabeza eso “es real”, no hay malicia ni intención de engañar. Eso no puede considerarse como mentira ni reprochársele al niño; forma parte del progreso de su pensamiento. Por otra parte, la mentira no puede considerarse como un problema en sí mismo, sino como un indicador de que algo pasa. Es como la fiebre, no es una enfermedad, es un síntoma que nos alerta de que algo no va bien. Cuando un niño miente, es por algo: por miedo al castigo, por miedo a que los papás dejen de quererle, por vergüenza de haberse equivocado, para conseguir algo que se desea (material o admiración) o para protegerse a sí mismo o a su familia. Más que reprenderle por la mentira, preguntémonos (y preguntémosle) por qué necesita mentir.

Por otra parte, es frecuente que los adultos disfracemos la realidad o la aderecemos, según el caso. Si recibimos una llamada inoportuna diremos “di que no estoy en casa”; si nos saltamos un semáforo en rojo y viene el guardia a ponernos una multa diremos “¿semáforo? ¿en rojo?... ¡no lo he visto!”. No debe de extrañarnos, pues, que los niños recurran a la mentira si los mayores también recurrimos a ella.

Estrategias prácticas para manejar la mentira de los niños:
  • No decir nunca “eres un mentiroso”: Esto, que se llama profecía del autocumplimiento, es una regla de oro en educación. Desde el momento en que etiquetamos a un niño, éste se creerá la etiqueta que le hemos colocado y acabará cumpliendo con ella. Si el día que suelta una mentirijilla empezamos a decir que es un mentiroso, lo acabará siendo.
  • No quedarnos en la mentira sino analizar por qué necesita mentir (si le preguntamos directamente es posible que no sepa responder): por miedo a decepcionarnos y perder nuestro afecto, por miedo a la regañina y el castigo, por necesidad de obtener admiración, por deseo de preservar su intimidad (adolescentes) etc.
  • No colocarle en una situación en la que se vea cuasiobligado a mentir: A veces suceden cosas como ésta: llegamos a casa y nos encontramos un garabato en la pared; llamamos al niño y preguntamos “Pablito, ¿quién ha hecho esto?”. A partir de entonces, Pablito se encuentra en un callejón sin salida. Si dice “he sido yo”, le regañaremos por haber hecho grafitti; si dice “yo no he sido” le regañaremos por el grafitti y por haber mentido. Si resulta evidente que la trastada la ha hecho Pablito... ¿para qué preguntarle? Es preferible decir con disgusto y firmeza pero sin enojo “en la pared no se pinta; eso no me gusta; ahora, necesito que me ayudes a limpiarlo”, que colocarle entre la espada y la pared.
  • Cuando diga la verdad (de un sentimiento, una trastada etc.), nunca regañar aunque haya hecho algo “gordo”. Agradecer el que haya dicho la verdad y buscar soluciones juntos. Si estamos demasiado molestos o enfadados tras la “confesión”, relajarnos cambiando de actividad (ducharnos, leer, hacer la cena, sacar al perro) y retomar el tema en otro momento.
  • Distinguir entre “broma” y “mentira”, no usarlos como sinónimos. A veces, cuando un niño pequeño nos gasta una broma o nos cuenta una fantasía, exclamamos “¡uy qué mentiraaaa!”. Reservemos la palabra “mentira” para aquellas situaciones en las que exista una cierta malicia e intención de engaño y para las otras empleemos el término “broma”.
  • Ser nosotros modelo de sinceridad y si se nos escapa una “mentira piadosa”, explicarla. Para los niños resulta igual de “grave” esa mentira piadosa de “no estoy en casa” ante una llamada inoportuna que otro tipo de falseamientos serios de la realidad. No tienen capacidad para contextualizar y discernir las consecuencias de una u otra por eso es preferible que no nos escuchen mentir y, en el caso de que la mentira piadosa resulte inevitable, siempre se le puede explicar por qué la hemos dicho.