domingo, 25 de noviembre de 2012

NIÑOS QUE NO APRENDEN



Una consulta muy habitual -y mucho entre familias adoptivas- es que los niños no aprenden de las consecuencias o de los castigos.  Los papás suelen manifestar cosas como ésta:
   
        Le castigamos y no sabe por qué
        Por mucho que nos enfademos, parece que no nos toma en serio
        Sabe cuáles son las consecuencias porque se lo hemos repetido mil veces, pero parece que se le olvida
        No aprende de los castigos ni de las consecuencias
        Parece que quiere que le castiguemos, porque una y otra vez hace lo mismo
        Vive en el aquí y ahora, no hay ni pasado ni futuro
        Es incapaz de darse cuenta de que si hace tal o cual cosa, va a haber consecuencias
        Ya no se acuerda de lo que pasó ayer, ni de lo que hizo ni de que estuvo castigada
        No se sabe poner en el lugar del otro ni ver por qué a su hermano le molesta que haga eso

Junto con eso suelen presentarse dificultades emocionales y a veces cognitivas.  Son niños que parecen no responder a las habituales pautas de modificación de conducta (refuerzos, consecuencias) y se les califica de desafiantes, desobedientes, retadores.  Niños que, cuando se sienten amenazados, estallan de ira o bien se quedan congelados o bien se desmoronan y se vienen abajo.  En cualquier caso los padres se encuentran desconcertados y no saben -y es comprensible- cómo manejar la situación.

Normalmente, ante un niño que presenta estos rasgos y más cuando detrás hay una familia que se ocupa y se preocupa del crío, de querer ayudar y no sólo de querer adiestrar, nos encontramos con algún tipo de inmadurez en su sistema nervioso que no permite que el niño se regule de otra manera.  Me explico:

Ya hemos hablado alguna vez de que nuestro cerebro tiene tres pisos.  El de más abajo, el tronco del encéfalo, lo compartimos con los reptiles.  El del medio, el sistema límbico, con los mamíferos.  El de más arriba, el córtex, es el propio de los homínidos.  Toda la maduración neurológica tiene que darse de abajo arriba; sin embargo, cuando en los pisos de abajo hay lagunas, los síntomas siempre los vamos a ver arriba, en forma de dificultades de aprendizaje o de comportamiento. 

A menos que tengamos una gran madurez, en situaciones de estrés siempre van a tomar el control del cerebro los pisos de abajo y a responder conforme a su programa propio.  Cuando un niño se siente inseguro o amenazado (sea de la manera que sea), la parte de su cerebro que normalmente va a tomar el mando de la situación es el tronco del encéfalo.  Este tronco del encéfalo dirige respuestas automáticas (los reflejos primarios, por ejemplo) como mecanismo de supervivencia; hemos dicho anteriormente que es un nivel compartido con los reptiles (también se le conoce como cerebro reptiliano) y los reptiles ni sienten ni aprenden; ni tienen capacidad emocional -por ejemplo, no cuidan a sus crías, incluso a veces se las comen- ni estructura que permita un almacenamiento en la memoria ni un aprendizaje -el hipocampo, sede de la memoria, se encuentra en el segundo piso-.  Los reptiles viven en el aquí y el ahora: ni el pasado ni el futuro existen, sólo existe el presente y la pura supervivencia.  Los reptiles funcionan a base de estímulo-respuesta de manera inmediata y automática, sin archivar en su memoria aprendizaje de ningún tipo, sin conectarlo con lo emocional, sin asociar acción y consecuencias, sin capacidad para anticiparse y prever el enojo de los padres o el castigo. 

Por lo tanto, en situaciones de estrés no hay aprendizaje, sólo supervivencia.  Por eso hay niños que cuando se descontrolan son incapaces de recordar que tal o cual conducta conlleva unas consecuencias, que ayer estuvieron castigados o que el castigo de ahora obedece a algo que han hecho.  Y por lo mismo, cuando se les regaña o castiga no entienden el porqué ni son capaces de incorporarlo como un aprendizaje que les permita mejorar su conducta.

La solución no es fácil pero pasaría primero, por entender por qué los niños se comportan como lo hacen (no es por maldad, es porque no pueden hacer otra cosa); segundo, por reducir al mínimo todos los factores que puedan causar estrés -incluidos gritos, amenazas, castigos, comparaciones, reproches etc.- y aumentar los que generan seguridad, afecto y contención –mucha presencia de los padres, juegos compartidos, contacto físico, más casa y menos extraescolares etc.- y tercero, en el caso de que veamos que aún así los niños no evolucionan como se espera, contemplar la posibilidad de realizar un programa estimulación que permita madurar ciertas áreas cerebrales de abajo arriba para que el niño no esté a merced de respuestas que no puede controlar sino que cada vez sea más capaz de regularse por sí mismo.


jueves, 8 de noviembre de 2012

LA AUTOESTIMA DE LOS HIJOS: EL ELOGIO


Una de las actividades de mi trabajo profesional, con la que -dicho sea de paso- disfruto muchísimo, es la escuela de padres. Durante estas semanas estoy yendo a un colegio en las afueras de Madrid en el que tengo un grupo que es una joya: son quince mamás motivadas, implicadas y muy participativas que comparten, confrontan, cuestionan, reflexionan y trabajan acerca de diversos temas relacionados con la dinámica familiar. En estas dos últimas semanas hemos hablado sobre la comunicación en la familia y sobre la autoestima de los hijos. Como veo que sus bolis y sus cabezas echan humo y que tanto ellas como yo, a pesar de estirar las dos horas que tenemos, nos quedamos con la sensación de que nos falta tiempo, he decidido dedicar algunas entradas a completar los temas que trabajamos. Así que mamás de la Escuela de Padres, ¡va por ustedes!


Un arma de doble filo

El elogio constituye una poderosa arma para favorecer la autoestima de los niños. Pero puede ser un arma de doble filo, si no lo utilizamos de la manera adecuada. Si nuestros elogios son excesivamente generales, exagerados o están envenenados, pueden surtir el efecto contrario.

Me explico: Si un niño viene a enseñarnos su dibujo y le decimos “muy bien, muy bonito”, es posible que el niño se sienta evaluado o que incluso perciba que lo decimos de manera automática sin habernos tomado el tiempo ni la molestia de analizar el resultado de su esfuerzo. A veces, incluso, puede pensar que lo decimos para que se vuelva a ir por donde ha venido.

En cuanto al elogio exagerado, si ante este mismo caso le decimos “¡qué dibujo tan increíble, eres el mejor pintor del mundo!”, puede pensar que en su clase hay niños que dibujan mucho mejor, que lo decimos con segundas o puede provocar una negativa (“el mejor pintor del mundo, ¡si lo he hecho deprisa y corriendo!”)

Por lo que respecta al elogio envenenado, me refiero a cuando utilizamos un piropo para lanzar una pulla, por ejemplo “¡qué bonito dibujo! ¡ya podías esmerarte igual en recoger la habitación...!”


El elogio efectivo

Así que, teniendo en cuenta que la comunicación es la única manera que tenemos de transmitir a los hijos lo que sentimos y pensamos sobre ellos, y de que el elogio supone una inestimable herramienta para potenciar su autoestima siempre que la utilicemos de una manera adecuada, vamos a dar algunas pistas sobre cómo elogiar:

  • Describe lo que ves, con cierto entusiasmo y estimación.
  • Expresa cómo te sientes.
  • Pon palabras a lo que puede experimentar el niño.


Ejemplo: Llega nuestro hijo con un dibujo y, ante el Picasso en ciernes exclamamos: “Veo que has hecho un montón de círculos de diferentes colores, unos más grandes y otros más pequeños... Además, has combinado varios colores. Me encanta el dibujo, me resulta muy alegre. Imagino que te ha llevado un rato hacerlo”.

Otro ejemplo: Vemos que nuestra hija preadolescente, poco amante del orden en su habitación, se ha hecho la cama. Lejos de soltar una ironía, sería mucho más efectivo decir algo de este tipo: “Veo que te has hecho la cama, cosa que me alegra mucho y te agradezco, aunque supongo que te habrá costado tu esfuerzo”.


¿Cuál es la ventaja de este tipo de elogio? Por una parte, los niños no se sienten evaluados (lo han hecho bien, mal, bonito, feo, lo cual puede significarles que son buenos, malos, regulares...). Por otra, reciben el mensaje de que nos tomamos tiempo suficiente como para analizar su trabajo y su esfuerzo, es decir, que ellos y lo que ellos hacen, nos interesa. Con esto lo que conseguimos el devolverles un feedback más o menos objetivo de su acción y que sean ellos mismos quienes valoren su trabajo y “se elogien” a sí mismos: Si soy capaz de hacer algo valioso es porque yo mismo soy alguien valioso. Por último, será un fuerte estímulo para repetir lo que está bien, incluso para mejorar. Este aspecto es tan importante que, a veces, cuando nos enseñan algo que no acaba de estar bien realizado, el hecho de fijarnos en lo positivo y señalarlo, actúa como indicador y aliciente para que corrijan lo que está mal sin necesidad de decírselo. En el ejemplo de la cama, si añadimos un “veo que por esta parte, además, no tiene ni una arruga, con lo difícil que es conseguir eso”, seguramente la próxima vez se esfuerce en no dejar ninguna arruga ni por esa parte ni por ninguna otra. Pero ¡ojo!, vuelvo a recordar que no puede haber ningún atisbo de ironía ni de segundas intenciones porque el efecto, entonces, sería el contrario.


El elogio siempre ha de ser sincero y entusiasta pero sin sobreactuar (los niños lo captan al vuelo). Si además, con tacto y discrección, lo comentamos con otro adulto en un momento en el que los niños nos puedan escuchar, el impacto que tendrá en ellos será mucho más potente. Por ejemplo, cuando veamos a nuestra pareja, podemos decirle “Me he llevado un alegrón enorme cuando he visto que esta mañana Lucía se ha hecho la cama” o “no sabes qué dibujo ha hecho Pedro, lleno de colores, me ha encantado”.


Si cada día intentamos utilizar esta estrategia con nuestros hijos, aunque sea una sola vez, iremos viendo cómo su actitud y su autoestima mejoran considerablemente.