Una de las actividades de
mi trabajo profesional, con la que -dicho sea de paso- disfruto
muchísimo, es la escuela de padres. Durante estas semanas estoy
yendo a un colegio en las afueras de Madrid en el que tengo un grupo
que es una joya: son quince mamás motivadas, implicadas y muy
participativas que comparten, confrontan, cuestionan, reflexionan y
trabajan acerca de diversos temas relacionados con la dinámica
familiar. En estas dos últimas semanas hemos hablado sobre la
comunicación en la familia y sobre la autoestima de los hijos. Como
veo que sus bolis y sus cabezas echan humo y que tanto ellas como yo,
a pesar de estirar las dos horas que tenemos, nos quedamos con la
sensación de que nos falta tiempo, he decidido dedicar algunas
entradas a completar los temas que trabajamos. Así que mamás de la
Escuela de Padres, ¡va por ustedes!
Un arma de doble filo
El
elogio constituye una poderosa arma para favorecer la autoestima de
los niños. Pero puede ser un arma de doble filo, si no lo
utilizamos de la manera adecuada. Si nuestros elogios son
excesivamente generales, exagerados o están envenenados, pueden
surtir el efecto contrario.
Me
explico: Si un niño viene a enseñarnos su dibujo y le decimos “muy
bien, muy bonito”, es posible que el niño se sienta evaluado o que
incluso perciba que lo decimos de manera automática sin habernos
tomado el tiempo ni la molestia de analizar el resultado de su
esfuerzo. A veces, incluso, puede pensar que lo decimos para que se
vuelva a ir por donde ha venido.
En
cuanto al elogio exagerado, si ante este mismo caso le decimos “¡qué
dibujo tan increíble, eres el mejor pintor del mundo!”, puede
pensar que en su clase hay niños que dibujan mucho mejor, que lo
decimos con segundas o puede provocar una negativa (“el mejor
pintor del mundo, ¡si lo he hecho deprisa y corriendo!”)
Por
lo que respecta al elogio envenenado, me refiero a cuando utilizamos
un piropo para lanzar una pulla, por ejemplo “¡qué bonito dibujo!
¡ya podías esmerarte igual en recoger la habitación...!”
El elogio efectivo
Así que, teniendo en
cuenta que la comunicación es la única manera que tenemos de
transmitir a los hijos lo que sentimos y pensamos sobre ellos, y de
que el elogio supone una inestimable herramienta para potenciar su
autoestima siempre que la utilicemos de una manera adecuada, vamos a
dar algunas pistas sobre cómo elogiar:
Describe lo que ves,
con cierto entusiasmo y estimación.
Expresa cómo te
sientes.
Pon palabras a lo
que puede experimentar el niño.
Ejemplo: Llega nuestro
hijo con un dibujo y, ante el Picasso en ciernes exclamamos: “Veo
que has hecho un montón de círculos de diferentes colores, unos más
grandes y otros más pequeños... Además, has combinado varios
colores. Me encanta el dibujo, me resulta muy alegre. Imagino que
te ha llevado un rato hacerlo”.
Otro ejemplo: Vemos que
nuestra hija preadolescente, poco amante del orden en su habitación,
se ha hecho la cama. Lejos de soltar una ironía, sería mucho más
efectivo decir algo de este tipo: “Veo que te has hecho la cama,
cosa que me alegra mucho y te agradezco, aunque supongo que te habrá
costado tu esfuerzo”.
¿Cuál es la ventaja de
este tipo de elogio? Por una parte, los niños no se sienten
evaluados (lo han hecho bien, mal, bonito, feo, lo cual puede
significarles que son buenos, malos, regulares...). Por otra,
reciben el mensaje de que nos tomamos tiempo suficiente como para
analizar su trabajo y su esfuerzo, es decir, que ellos y lo que ellos
hacen, nos interesa. Con esto lo que conseguimos el devolverles un
feedback más o menos objetivo de su acción y que sean ellos mismos
quienes valoren su trabajo y “se elogien” a sí mismos: Si soy
capaz de hacer algo valioso es porque yo mismo soy alguien valioso.
Por último, será un fuerte estímulo para repetir lo que está
bien, incluso para mejorar. Este aspecto es tan importante que, a
veces, cuando nos enseñan algo que no acaba de estar bien realizado,
el hecho de fijarnos en lo positivo y señalarlo, actúa como
indicador y aliciente para que corrijan lo que está mal sin
necesidad de decírselo. En el ejemplo de la cama, si añadimos un
“veo que por esta parte, además, no tiene ni una arruga, con lo
difícil que es conseguir eso”, seguramente la próxima vez se
esfuerce en no dejar ninguna arruga ni por esa parte ni por ninguna
otra. Pero ¡ojo!, vuelvo a recordar que no puede haber ningún
atisbo de ironía ni de segundas intenciones porque el efecto,
entonces, sería el contrario.
El elogio siempre ha de
ser sincero y entusiasta pero sin sobreactuar (los niños lo captan
al vuelo). Si además, con tacto y discrección, lo comentamos con
otro adulto en un momento en el que los niños nos puedan escuchar,
el impacto que tendrá en ellos será mucho más potente. Por
ejemplo, cuando veamos a nuestra pareja, podemos decirle “Me he
llevado un alegrón enorme cuando he visto que esta mañana Lucía se
ha hecho la cama” o “no sabes qué dibujo ha hecho Pedro, lleno
de colores, me ha encantado”.
Si cada día intentamos
utilizar esta estrategia con nuestros hijos, aunque sea una sola vez,
iremos viendo cómo su actitud y su autoestima mejoran
considerablemente.